Lo que a continuación se expone es una reflexión sobre un tema que de forma permanente parte de la discusión pública, y en la medida que se va ganando más espacio para la inclusión, para la respetabilidad de los géneros entre otros valores, se hace relevante, en especial porque nos estamos llenando de acusaciones, muchas de ellas de antigua data, lo que indudablemente es necesario para generar un mundo más justo.

El análisis debe apuntar no sólo a los síntomas, sino también a las causas.

El problema es si las vestimentas que se rasgan de verdad apuntan a la verdadera crisis moral y ética del mundo actual (el rey iba desnudo), y si bien es imprescindible abordarlas, no se puede ser condescendiente con las formas que toma el agravio humano; el análisis debe apuntar no sólo a los síntomas, sino también a las causas que generan determinados fenómenos sociales, yendo más allá de la “caza de brujas”.

Es una invitación a estar alerta, a no dejarse atrapar por el funcionalismo de la información. Es necesario preguntarse que es lo “no dicho”, en lo “dicho”. Somos más que un “pueblo de demonios”, el mal verdaderamente radica en unos pocos; reconociendo, eso sí, la observación sobre la naturaleza humana de Gurdieff de que “todos” tenemos dentro un lobo y una oveja.

“Sombra”, esa parte del mal que todos llevamos dentro.

Carl Jung, el psicoanalista suizo, acuñó el término “sombra” para referirse a esa parte del mal que todos llevamos dentro y que nunca reconocemos en nosotros mismos, pero que proyectamos con mucha facilidad sobre los otros. Por eso, todo discurso grandilocuente y que enarbola una superioridad moral debiera hacernos sospechar que hay ahí un lobo travestido.

Una línea de pensamiento político de la Ilustración sostiene que la información pública sirve para un debate racional por el bien de la República y, por lo tanto, los filtradores y denunciantes refuerzan el interés público de sacar a la luz hechos incómodos, a menudo a un gran costo personal o social. Cualesquiera que sean sus méritos, es una historia familiar que se sigue repitiendo.

La idea que se sostiene es que la revelación de información proporcionaría, de manera inevitable, un bien social, incluso —o tal vez especialmente—, con el riesgo del martirio del mensajero, está profundamente enraizada en nuestra cultura, desde Prometeo a Jesús y a todos los hombres del presidente. Pero es una narración que debemos enfatizar y relativizar, porque contrasta con la historia. Al hacerlo, podemos encontrar que lo que quema nunca valió la pena, y lo que queda es lo importante; a veces lo que queda es el mal con un nuevo disfraz.

Estamos acostumbrados a leer en los periódicos sobre las filtraciones.

Estamos acostumbrados a leer en los periódicos sobre las filtraciones. Se pude sostener la hipótesis que éstas son siempre políticas, nunca desinteresadas. Por otra parte, el impulso de arrojar una luz a la oscuridad puede ser bien intencionado, y, sin embargo, la transparencia en sí misma es increíblemente inadecuada como política. A menudo equivale a un procedimentalismo vacío en busca de objetivos sustantivos; o, lo que es peor, desata todo tipo de maldad bajo el pretexto de la búsqueda desinteresada del conocimiento. El lobo travestido queda incólume.

Considere a Julian Assange, cuyo WikiLeaks ha publicado una gran variedad de “contenido”: los correos electrónicos privados de los científicos del clima, que luego fueron criticados en los medios de la derecha como falsificadores conspiradores; el regalo de Chelsea Manning de los registros de guerra de Iraq y Afganistán, que trajo un escrutinio necesario a esas guerras; la información de contacto de miles de mujeres turcas.

La verdad situacional o histórica es a menudo perfectamente impotente.

Todas estas filtraciones se justificaron sobre la base de que los archivos y documentos divulgados eran auténticos. El oficio de las filtraciones inculca una creencia en el poder mesiánico de una verdad venidera; sin embargo, la verdad a menudo es políticamente irrelevante. Hoy, en nuestra sociedad bastante alfabetizada de clase media, con su pretensión de igualdad formal y derechos de ciudadanía, la verdad a menudo se elimina, se ignora o se instrumentaliza. La verdad situacional o histórica es a menudo perfectamente impotente.

A principios de 2003, alrededor del 70 por ciento de los estadunidenses creía que Saddam Hussein ayudó a perpetrar los ataques del 11 de septiembre, y que la inminente invasión de Iraq estaba justificada, al menos, como un acto de venganza. Sin embargo, el dossier de inteligencia británico sobre las armas de destrucción masiva de Iraq presentado por Colin Powell a la ONU se reveló, antes de que él se hubiera ido del edificio, como un descuidado trabajo de cortar y pegar documentos fáciles de encontrar en Internet.

Es consoladora la creencia de que la revelación de algún secreto de Estado nos liberará de la injusticia.

En la realidad histórica, los secretos filtrados a menudo son dudosos y los secretos son rutinariamente sobrevalorados a expensas del conocimiento disponible públicamente. Es consoladora la creencia de que la gloriosa revelación de algún secreto de Estado nos liberará de la injusticia, o al menos de nuestro despojo despolitizado. Esta idea es innegablemente halagadora para los intelectuales: los coloca en el centro de la escena como portadores de fuego, generadores de verdades catalíticas, incluso volátiles.

Este acto secreto puede llevar a una fe apasionada pero equivocada.

Este acto secreto puede llevar a una fe apasionada pero equivocada en la transparencia, un énfasis que puede convertirse en una distracción respecto del escenario y dinámica más profunda. En la práctica, la obsesión por la transparencia puede servir para diferir las decisiones que deben tomarse ahora, desplazando a cuestiones de procedimiento de divulgación de las conversaciones sustantivas —sobre la violencia, el interés material, la moralidad, los objetivos estratégicos— que se consideran más difíciles.

Contra esta dura realidad, la fe en los poderes salvíficos de las filtraciones públicas adula las vanidades de quienes conciben la Verdad como una bóveda de secretos. En la tradición filosófica occidental, se suponía que el hombre sabio (casi siempre era un hombre) había obtenido acceso privilegiado a aletheia, un término griego clásico para la verdad, cuya etimología denota algo no oculto, una cosa literalmente extraída del Leteo u olvido. Para ser justos, no todos los intelectuales han adoptado estos hábitos mentales, al menos no desde que Diógenes movió su linterna a plena luz del día. Y nunca son los intelectuales solos los que se obsesionan con el conocimiento secreto.

No es extraño encontrarse con la lógica de la mafia que cree que la verdad es cualquier cosa que la sociedad respetable acepta hipócritamente, o cubierta por prácticas de corrupción, es decir, una forma de entender la transparencia. Pero no sólo la mafia, sino también los autoritarios que fetichizan el poder de los secretos de Estado, y esta pasión devoradora puede ser más dañina para su soberanía que cualquier fuga.

Para concluir, se necesitarán más que revelaciones para salvarnos del mal. Es cuestión de mirar geográficamente cerca o hacia el norte, sur, este u oeste, o en el propio vecindario.C2

 

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Sobre el autor

Investigador y escritor. Ha publicado diversos artículos científicos en revista con referato en Chile, Argentina, Perú, Colombia, México, Nicaragua, España; y poemas en la Revista Nagari, Signum Nous (Estados Unidos) Revista Cultural C (México), Revista Ariadna (España), entre otras y diversos sitios en la Web.

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