Cayeron en la hoguera un montón de libros. Tal vez contradecían al régimen, tal vez fueron semilla de sublevación.

Las razones son difíciles de determinar, pero los hechos estaban ahí y los textos se transformaron en ceniza. Entre las portadas que se disolvían en el fuego se encontraban un par de las obras del austriaco-estadounidense Wilhelm Reich. Aunque ya han pasado muchos años, es indudable que el recuerdo de aquella Alemania nacional-socialista todavía perdura en las líneas de la historia.

Por supuesto, ninguna de las reflexiones anteriores pasó por la mente de Gerardo cuando Gabriela, su terapeuta, le recomendó un par de libros: Reich para principiantes [1] y La función del orgasmo [2]. Gerardo  había comenzado a recibir terapia después de una larga noche en la cual su cuerpo terminó repleto de clonazepam; se lo habían recetado para el insomnio, sin embargo esperaba prolongar la sensación de sueño en forma indefinida y así olvidarse de ese sentimiento de soledad que se había impregnado a él. Antes había tenido este tipo de crisis; la diferencia radicaba en que esa noche tuvo la ocurrencia de dejar una nota; eso alarmó a su familia. Con esfuerzo, ellos reunieron cierta cantidad de dinero y con mucho trabajo, lo convencieron de asistir a terapia.

Para llegar a la primera sesión de terapia Gerardo, sin estar del todo seguro, abordó el microbús que lo dejaba justo en la avenida Toluca, de ahí tenía que caminar un poco para poder dar con las calles de nombres referentes a los árboles: Encinos, Abedul, Alcornoque, Ciprés, entre muchos otros; llegó sin contratiempos a la casa de Gabriela, era un vecindario de gente rica (eso le parecía a él). Un policía le abrió la puerta y lo guió hasta la casa. Entró, era fresca, adornada con fotografías familiares y pequeñas curiosidades como estatuillas o miniaturas de planchas.

Gabriela era bonita, pero ella no se consideraba como tal. Bajó a recibir a su paciente. Frente a ella había un joven de 18 años que le rehuía la mirada, le pidió que la siguiera. Lo llevó a un confortable lugar donde él podía acomodarse a sus anchas. Así comenzó a recibir ayuda después de aquel incidente con los somníferos.

Las primeras sesiones fueron un martirio para ambos, no lograban conectar…

Las primeras sesiones fueron un martirio para ambos, no lograban conectar; ella le sacaba las palabras a cuenta gotas, él contestaba con monosílabos mientras jugueteaba con las cintas de su sudadera. A pesar de todo, parecía haber pequeños progresos.

En una de tantas consultas, Gabriela trató de establecer una conexión. Le preguntó poco a poco por su familia, sus amigos, su novia, al tocar este último tema ella notó una leve reacción en el rostro del paciente, un enrojecimiento de mejillas, lo que la hizo pensar que él estaría renuente a hablar. Sin embargo, él dejó sus clásicos monosílabos a un lado y dio pie a unas frases en voz baja: nunca he tenido novia, tengo muchas fantasías, pero no me atrevo. Después el lugar quedó en silencio. Gabriela observó al muchacho desde la cabeza hasta los pies, cuando su mirada conectó con la entrepierna del joven, notó una leve luz azul tratando de escapar de su bragueta, quizá sólo era la impresión del momento o las ventanas jugándole una ilusión óptica. A pesar de todo el detalle le pareció interesante, por eso ella comenzó a contarle de a poco sobre sus experiencias en la cama con distintas parejas. Quería crear un vínculo de confianza que le permitiera romper aquel hermetismo del muchacho durante las sesiones, debido a que a esas alturas le resultaba frustrante y así  no podía ayudarlo con sus crisis.

Con su ex esposo nunca habló del tema, todo se reducía a llevar a cabo el acto de una manera monótona.

Pasaron las sesiones en las que se volvía a abordar el tema, ella estaba confundida. Con su ex esposo nunca habló del tema, todo se reducía a llevar a cabo el acto de una manera monótona. No existían las conversaciones de alcoba ni las estimulaciones previas o posteriores.

Por eso le gustaba comentar  las buenas experiencias de alcoba con aquel paciente que tendría la mitad de su edad. Gabriela continuaba, no paraba de hablar de sus fantasías y de lo que le habían propuesto hacer. El paciente prestaba atención a cada detalle, mientras seguía las palabras nuevamente. Toda la conversación provocaba que de la bragueta de Gerardo emanara una luz azul. La luz era muy tenue, sin embargo, Gabriela la percibió de nuevo y recordó la Teoría del Orgón, propuesta por Wilhelm Reich.

Reich, cuyos libros quemaron los nazis, fue uno de los discípulos más avanzados de Freud. Como todo alumno sobresaliente desarrolló sus propias teorías, incluso las politizó conjuntándolas con el marxismo. Tal vez la naturaleza radical de Reich era que no rehusaba el contacto físico con sus pacientes, los abrazaba, los hacía vomitar y sus métodos eran funcionales. El contacto físico era una forma de llegar a la sanación del alma, un camino corto, no como las eternas pláticas de diván. Gabriela llevó por el camino indicado a Gerardo al entregarle aquellos libros. Después de la siguiente consulta ya no podrían mantener la relación terapeuta-paciente. Ella tenía hijas de la edad de Gerardo, eso la perturbaba, todo podría reducirse de nuevo al mito de Edipo, pero la devolvía a la realidad o más bien la convencía de su capacidad de sanación, aquella máxima de Reich que decía: La salud mental de una persona se puede medir por su potencial orgásmico. Si era verdad, entonces después de una exhaustiva sesión con Gerardo, podría sentirse una curandera real, una especie de hieródula de los tiempos posmodernos.

El mismo guardia abría la puerta por enésima vez, Gerardo entró, mientras recorría el camino hacia el sofá  se preguntaba si hacía lo correcto…

Nervioso, antes de entrar, Gerardo, observaba la marca de lo que sostenía entre las manos: Prudence, para eso le alcanzó el presupuesto. Aquella tarde el sol entibiaba su frente, las  ramas de los árboles se mecían con el viento, el calor cubría las pieles de los transeúntes y su pecho sentía miles de punzadas.  El mismo guardia abría la puerta por enésima vez, Gerardo entró, mientras recorría el camino hacia el sofá  se preguntaba si hacía lo correcto; sabía que no se trataba de amor.

En lo que esperaba a la terapeuta, el muchacho se planteaba algunas preguntas: Y si después de estar con ella comenzaba a engancharse, ¿cómo evitarlo?, y si la madre de él supiera que Gabriela le dobla la edad, ¿qué pasaría? Y las hijas, ¿no era más factible haber terminado en la habitación de una de aquellas adolescentes? No, no lo era, se respondía mientras negaba con la cabeza, tratando de suprimir aquellos pensamientos.

La tarde ya mutaba en noche y el primer acercamiento de los cuerpos fue complicado, sin embargo, cuando lograron estar frente a frente sin ningún vestido el ritual comenzó a dar frutos. Una intensa luz cubrió la casa de Gabriela, era Gerardo, era la fuerza de todas las caricias, emanaba  de su entrepierna aquel color azul turquesa que revelaba la sanación del moribundo.

Así se reescribió el mito y se recuperaron de las cenizas los postulados de aquel delirante Wilhelm Reich. Gerardo no volvió en calidad de paciente jamás. Brotó de ese encuentro una amistad y no un amor como llegó a especular el joven.

Mientras tanto, Gabriela sigue tratando de curar a sus pacientes. De hecho ha vuelto a usar el método —inspirado en Reich— con algunos de ellos, pero el resultado no ha sido el mismo.

Parece que tendrá que regresar a la terapia tradicional. C2


[1] Zane Mairowits, David, Reich para principiantes, España,  1995

[2]Reich, Wilhelm, La función del orgasmo, España, Paidos, 2010

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