Había nacido llena de una gracia.

La aceptación general hacia su carisma parecía un plan predeterminado para conseguir todo aquello que quería. Era Lucas. No gozaba de especiales atributos, sin embargo, adherida en los poros y en los vellos de su cuerpo poseía una discriminante característica: su aroma perpetraba en los ánimos y las narices de los circundantes, efectos empáticos y estupefacientes. Los humanos ante su presencia, creían encontrar en ella respuestas a todas sus preguntas estúpidas.

Era un lugar más bien desagradable, incómodo en sí mismo.

Todo se desarrollaba en una oficina poco moderna y poco antigua. Estancada en esa época extraña donde las personas no podían decidir si añorar el pasado o venerar ansiosos el futuro inmediato, sino que en su indecisión, permitían parcialmente que las voluntades del resto se fruncieran sobre sus proyectos, evitando, por supuesto, entregar por completo el control. Era un lugar más bien desagradable, incómodo en sí mismo.

– Lucas, todos los días despierto en sollozos. Cada noche sueño la ocasión en que en una pelea, perdí el ojo rasgado por la única uña restante de un muñón deforme.

– El cielo está ardiendo, hombre tuerto; y tú eres afortunado al no ser capaz de verlo en su imposición, tú eres afortunado al invocar lástima y misericordia a cambio de los símbolos inexactos que proporcionas.

– ¿Qué significa?

– Tus huesos tontos y tu carne ausente te bendijeron con la imposibilidad de sufrir más allá de lo que pobremente vislumbras.

– ¿Soy un hombre, soy un cerdo?

– Eres la pieza fundamental para que el engrane marque la hora adecuada en que la evolución más añorada se verá frustrada. Eres indispensable para el fracaso. Como aquél hombre que entregó a su maestro, víctima de una profecía, imprescindible para las creencias de las masas confundidas, pero condenado por haber sido escogido.

– ¡Soy fundamental!

[blockquote author=”” pull=”pullleft]Era ignorante del verdadero mensaje que Lucas quiso transmitirle, sin embargo, se creyó importante.

El tuerto abrazó a Lucas, gimiendo placentero. Era ignorante del verdadero mensaje que Lucas quiso transmitirle, sin embargo, se creyó importante. Ella por su parte, se imaginó escupiéndole en ese maldito ojo ciego.

Recordó a los animales que en su casa habitaban como amigos: un canino gigantesco, un felino y un murciélago de aparición fortuita y que de forma aparentemente definitiva se había instalado en el cobertizo trasero, durmiendo durante el día y durante la noche, observando en ratos, sin parpadear. Ellos, al igual que los hombres, palidecían de placer al encontrarse con Lucas, bestias con sentidos olfativos evolucionados y cariños incontrolables que parecían abandonar sus especies y los instintos que durante milenios los habían forjado para entregarse al corazón iracundo e irrisorio de la mujer.

Volvió a la realidad. Se concentró. Aquél tuerto era un ser vivo bastante despreciado: sus iguales no correspondían a su saludo ni a su sonrisa, era propenso al asco y a la enfermedad, características que constantemente le aquejaban y que sus semejantes toleraban con impaciencia e infinito desagrado. Se le marginaba de los grupos y para las reuniones nunca fue considerado, se decía que tenía talentos, pero no había bastantes valientes para iniciar una conversación e intentar descubrirlo.

Sus habilidades sociales eran reducidas al ridículo. Cuando se alimentaba frente a otros ponía a disposición del que contemplaba movimientos que arrebataban la atención, molían el ánimo e infundían dolor, asombro y arcadas constantes. Resultaba más probable ver grumos masticados sobre sus manos y en las superficies, que dentro de su boca; y sus ojos desorbitados, desactivado el útil en el festín, parecían preceder orgasmos instantáneos y repetitivos, siempre inalcanzados.

Nunca encontraría refugio en el resto, y el silencio casi permanente que cargaba consigo, parecía señal de no requerirlo. Hubiera matado por sentir cariño.

Qué idiotas eran los hombres, qué idiotas eran los idiotas.

Abrió los ojos a un día adicional de servilismo; segura como todas las mañanas, avanzó hacia la ducha y contempló sus dones casi significativos. Tenía un nombre atribuido generalmente al género masculino, y el resto le admiraba por eso, como si en la elección, su opinión hubiera sido imprescindible. Qué idiotas eran los hombres, qué idiotas eran los idiotas. Fue a la cocina.

Esperó los mínimos segundos que cada mañana tomaba la embestida animal doméstica, no aconteció. Observó curiosa por la puerta de vidrio y notó al gato durmiendo. Silbó al perro y oyó las uñas bruscas raspar el suelo al correr. El hocico de la bestia fue tosco a estrellarse en la puerta, gruñendo. Lucas, confundida, abrió la puerta, confiando en las mascotas.

Esos seres vivían y se movían por propio impulso, y esa mañana, su ama, Lucas, era una extraña. El can se abalanzó sobre la mujer, atacándola, como la intrusa que hoy aparentaba ser. El gato huyó asustado por la pelea, buscando un escondite para observar.

Como si hubiera estada escrito, el perro no paraba de morder las manos, las piernas y los brazos, inclemente ante aquella mujer que quiso penetrar en su morada a hacerle daño. Lucas peleaba como parecía posible, golpeaba el cráneo, pateaba las costillas, pero el hocico no cedía. En una mínima oportunidad, y como consecuencia de la desesperación de sentirse a segundos de su último aliento, introdujo cuan largo era su brazo en las bruces de su otrora amigo, soportando el indecible tormento que esto le provocaba. Finalmente el canino, victimizado por la que más le amaba, murió asfixiado.

Fue aplastado con una pala y lanzado a los pies de un árbol.

Gritó fuerte y fue auxiliada de forma emergente. Su puerta fue derribada y al acercarse, era posible observar al murciélago, tendido a un costado de Lucas, hinchado de haber bebido más sangre de la que sus alas podrían haber soportado. Fue aplastado con una pala y lanzado a los pies de un árbol.

Fue necesario privar a Lucas de ambas manos. Deforme, maltrecha, mutilada. Recuperó la conciencia y tras notar las ausencias físicas, se entregó, como nunca antes en años, a la zozobra, la tristeza y la confusión. Las preguntas caían a torrentes en su mente y las respuestas eran tan escasas como la calma, patética como estaba, esperaba del cuerpo médico atención y cariño, al menos lástima.

– Veo que has despertado –le dijo la enfermera.

– Estoy aquí. Siento que el parpadear pierde sentido y se vuelve inútil, ¿a dónde iré? ¿Cómo lo haré?

– Mejorarás.

– Júrame que no debo mantenerme escondida, júrame que no seré víctima del asco ajeno, júrame…

– No puedo.

– Miénteme por lo menos, abrázame.

– No está permitido.

Era incomprensible. La enfermera parecía ajena a su sufrimiento.

Pasaron algunos días y Lucas no presentaba mejoría, creía ser consumida por la ira. Los médicos, sin embargo, no encontraban conexión entre los ataques caninos y el cada vez más deplorable estado de salud de la postrada. Dos días después murió, víctima de la malaria que nunca fue detectada, sin sospechar que días antes había perdido su mayor gracia en un inesperado y desagradable abrazo.

En la oficina incómoda, el tuerto era venerado por el resto. Qué idiotas eran los hombres, qué idiotas eran los idiotas. C2

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