La cercanía del fin de año invariablemente me pone en un estado melancólico y meditabundo.

Sin embargo, el fallecimiento a finales de 2017 de la hermana mayor de mi madre, a la edad de 101 años, no hizo sino profundizar en mí dicho estado de ánimo. Como era 16 años mayor que mi mamá, para ella mi tía fue una especie de segunda madre; y para mí una especie de segunda abuela materna. Por eso, además de causarme una profunda pena, su pérdida me ha hecho reflexionar sobre muchas cosas relacionadas con nuestro propósito en la vida; y en particular, sobre lo que significa ser una persona exitosa. Pero para poder explicar mis conclusiones, necesito platicar un poco de la historia de mi tía y de su familia.

No se había descubierto aún la penicilina…

La Tía Lola nació en 1916, cuando en Europa todavía se peleaba la Gran Guerra (posteriormente conocida como Primera Guerra Mundial); en México acababa oficialmente la Revolución Mexicana, e iniciaba un largo periodo de luchas entre las diferentes facciones triunfantes; no se había descubierto aún la penicilina; todavía no existían en el país ni la televisión ni la radio comerciales; ya existían los automóviles y los aviones, pero eran muy raros; también existían en las ciudades más grandes los servicios de electricidad, agua potable y drenaje; pero al pueblo de mi tía (que también fue el mío) no llegaron sino décadas después. Los datos anteriores nos dan una idea del entorno en que crecieron mi tía y sus hermanos: un poblado rural con una economía de auto consumo, en el que la mortalidad infantil era muy alta, los servicios que ahora consideramos básicos no existían, y en una época muy difícil en la que el hambre y la violencia que siguieron a la Revolución eran un asunto cotidiano. Para empeorar las cosas, México (como todo el mundo) sufrió los embates en 1918 de la llamada influenza española, que dio muerte a más de 20 millones de personas.

Fueron mujeres independientes y emprendedoras…

Ignoro si fue a causa de las dificultades que tuvieron que superar, debido a una fortaleza de carácter innata, o por el ejemplo de mi abuela (quien por largos periodos se quedaba sola y con escasos recursos a cargo de sus nueve hijos, pues mi abuelo salía a trabajar lejos), pero la tía Lola y la hermana que le siguió (la tía Rosaura) fueron mujeres independientes y emprendedoras, y su ejemplo fue formativo para el resto de sus hermanos y para las generaciones que seguimos. Entre otros, la tía Lola desempeñó los siguientes oficios que aprendió de manera autodidacta: jugó el papel que en la antigüedad correspondía a los barberos (inyectaba, ponía sueros, recetaba algunas medicinas, llegó incluso a hacer pequeñas cirugías y, por supuesto, cortaba el pelo); también fue una especie de sastre (confeccionaba y reparaba ropa), y fabricaba y vendía dulces típicos. Se casó a los cuarenta años y tuvo dos hijos, a quienes educó mientras seguía trabajando y contribuyendo a la economía familiar. De hecho, siguió trabajando hasta cerca de los cien años, mientras sus facultades se lo permitieron. Aunado a lo anterior, siempre fue una persona cariñosa, amable, y con un contagioso gusto por la vida. Ya me he extendido mucho hablando de ella, pero a lo que quiero llegar es a que, si bien la vida de mi tía no será contada en los libros de Historia, ella supo inspirar a muchas personas, y murió cobijada por el cariño y el agradecimiento de todos ellos.

Si a esta altura de mi carrera no he descubierto nada de ese calibre, seguramente ya no lo voy a hacer.

Pasando ahora a la cuestión que da título a este ensayo, confieso que cuando hace casi 30 años decidí iniciarme en este camino de la ciencia tenía la ambición de llegar a trascender como alguno de mis héroes científicos: Galileo, Planck, Boltzmann, Darwin, etc. Es decir, soñaba con ser el artífice de un gran descubrimiento que revolucionara la ciencia, y así ser recordado por las generaciones venideras. Sin embargo, al paso de los años me he dado cuenta de algunas cosas que han cambiado mi perspectiva. Lo primero es que, si a esta altura de mi carrera no he descubierto nada de ese calibre, seguramente ya no lo voy a hacer. Pero también he aprendido algo más importante: que el progreso de la ciencia no es una actividad de genios solitarios, sino el resultado del trabajo cotidiano de toda una comunidad. Haciendo una analogía, sólo los nombres de los grandes generales han pasado a la Historia, pero sus victorias hubieran sido imposibles sin todos los soldados y oficiales que lucharon bajo su mando. Así, detrás del progreso científico no sólo están los grandes genios y sus descubrimientos. También están las modestas pero sólidas aportaciones de una gran cantidad de científicos, en su mayoría anónimos, las cuales sirven de sustento para los grandes descubrimientos. Por otra parte, si bien es cierto que Einstein, Newton, Watson, Crick, Marie Curie, etc. fueron todos muy inteligentes, dedicados, creativos y trabajadores, en los casi quinientos años de historia de la ciencia han existido muchas otras personas con las mismas cualidades, que hicieron contribuciones muy importantes, pero que no alcanzaron el mismo nivel de trascendencia. La razón de lo anterior es que no basta con ser un gran científico para hacer un gran descubrimiento. Además, hay que estar en el lugar y en el momento adecuados.

¿Cómo podemos medir lo exitoso que es o ha sido un determinado científico?

Retomando la cuestión del éxito de una carrera científica, podemos pensarlo en términos de un proceso de medición. Desde este punto de vista, la pregunta se traduce en ¿cómo podemos medir lo exitoso que es o ha sido un determinado científico? Y eso naturalmente depende de cómo definamos la unidad de medida del éxito. Si la definimos en proporción a la cantidad, importancia y trascendencia de las aportaciones científicas, o bien en términos del reconocimiento social o de la comunidad científica, probablemente tengamos un problema cuando intentemos medir nuestro éxito personal. La razón es que dichos factores dependen en gran medida de circunstancias ajenas a nuestro control. Por lo tanto, es probable que, aunque reunamos todas las características necesarias para ser científicos destacados y hayamos hecho el mejor de nuestros esfuerzos, nuestro nivel de éxito no alcance el valor que pudiéramos desear. Afortunadamente, podemos resolver este problema a la manera de Alejandro Magno, quien en vez de intentar desatar el nudo Gordiano, lo cortó con su espada. Por ejemplo, podemos medir el éxito personal en términos de las satisfacciones que obtengamos de nuestro esfuerzo, en vez de la trascendencia de nuestros logros o del reconocimiento de terceros. Si lo hacemos así, nuestra realización personal no dependerá de cuestiones que estén fuera de nuestro alcance. Personalmente, y tomando como ejemplo a la tía Lola, creo que podemos sentirnos plenamente realizados si damos lo mejor de nosotros y sacamos el mayor provecho de la vida, dadas las circunstancias.

La satisfacción de hacer las cosas bien será recompensa más que suficiente.

En el caso de un hombre de ciencias, esto significa esforzarse siempre por hacer la mejor ciencia posible con los recursos a nuestro alcance (apegados siempre a una estricta ética de trabajo) y poner nuestro máximo empeño en formar estudiantes que a la postre se conviertan en personas exitosas. La satisfacción de hacer las cosas bien será una recompensa más que suficiente. Adicionalmente, podemos estar seguros de que, aunque sea modesto, nuestro trabajo nos trascenderá, pues estaremos contribuyendo al desarrollo de la ciencia que, como hemos dicho, es una propiedad emergente de la dinámica humana a nivel global. Por otra parte, aunque bajo esta filosofía el reconocimiento ajeno no es estrictamente necesario, es muy probable que la honestidad y dedicación con que emprendamos nuestro trabajo traigan consigo la aprobación de las personas a nuestro alrededor. Sí eso ocurre, pues habrá que tomarlo de buena gana. Será un bono extra no buscado, pero no por eso menos agradable.

Con profundo pesar me he enterado mientras escribo estas líneas del fallecimiento de otro de los hermanos de mi madre, el tío Rutilo. A la fecha han muerto cuatro de mis tíos maternos, los tres mayores y el menor. Sirva este escrito como un sentido homenaje a su memoria. C2

 

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Sobre el autor

Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 3. Investigador titular en

Físico de formación, biofísico y biomatemático de profesión, científico por vocación, y con interés por la filosofía y la historia de la ciencia.

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Físico de formación, biofísico y biomatemático de profesión, científico por vocación, y con interés por la filosofía y la historia de la ciencia.

5 Comentario

    • NemL -

    • 4 febrero, 2018 / 21:30 pm

    Excelente historia y buena reflexión.

    • Rodrigo Patiño -

    • 30 enero, 2018 / 09:53 am

    En efecto, los científicos somos humanos de carne y hueso, contribuimos con nuestro granito de arena, pero la ética es la mejor guía para encontrar la felicidad personal y de quienes nos rodean. Si tenemos la suerte, el esfuerzo trascenderá históricamente, pero no es garantía de la felicidad mencionada.

    • María Elena Aguilar Mena -

    • 28 enero, 2018 / 10:11 am

    Lo mas importante es ser feliz con lo que haces y saber que tu familia también disfruta tu felicidad.

    • Victor Manuel Espinosa -

    • 26 enero, 2018 / 11:43 am

    Excelente. Por una filosofía de la vida científica

    • Victor Romero -

    • 25 enero, 2018 / 20:56 pm

    Muy bueno, Moisés, excelente reflexión. Gracias por compartir la historia de tu tía Lola, gran mujer.

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