Tengo una cámara fría con paredes de hielo,
si te llevo, podría congelarte, hacerte finos cortes
que me hablaran de ti, de dónde vienes,
en qué estertor de mi memoria te fundaste.
Todo se congela en esa habitación,
en medio del calor, es un oasis;
antes de hacerse sólida, el agua en la garganta
es una redención y un hormigueo. Meto la mano en ella
y se pone morada, las gotas que salpican se ríen de mí.
Todo esto pasa mientras abren mi cráneo,
el frío del bisturí es el mismo de aquellas tardes,
sumerjo todo el cuerpo en ese recipiente de aluminio
rectangular y quepo exacta, como es exacto el corte
que empieza a separarte del cerebro. Yo juego
a las escondidas, oigo que gritan mi nombre,
me hago pequeña, no respiro, no quiero que me encuentren.
La operación es lenta y se ha trazado un mapa,
es vital que te extirpen completo, que no te hayas
convertido en rizoma, que no crezcas,
que yo tenga ocho años para seguir jugando.
A punto de volverme un bloque de hielo,
salgo de mi escondite
sé que he ganado el juego:
¡uno, dos, tres por mí y por todos mis amigos!
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