La mañana del doce de octubre de 1492, un navegante genovés al mando de la carabela Santa María, tocó tierra en la isla de Guanahaní, en el archipiélago de las Antillas.

Aunque los vikingos ya habían explorado territorio americano unos quinientos años antes —habrá que recordar que, a finales del siglo X, Erik Thorvaldsson, llamado “el Rojo”, fundó el primer asentamiento vikingo en el continente americano, en Groenlandia para ser precisos—, la Historia le concedió a este aventurero, de nombre Colombo, el honor de figurar en los libros como el descubridor del Nuevo Mundo, que habría de ser llamado América.

Lo que los conquistadores hallaron en sus exploraciones subsecuentes, fue un grupo de civilizaciones politeístas organizadas en regímenes teocráticos, sometidas por grupos que gozaban de supremacía militar y que se habían erigido en imperios. Eran agricultores eficientes, habían domesticado el maíz y otras gramíneas —incluso habían desarrollado la nixtamalización, mediante la cual los pericarpios o cáscaras del grano del maíz se aflojan, lo que les permitía aprovechar todos los nutrientes del maíz—, y eran hábiles alfareros y talladores de piedra. No habían desarrollado la metalurgia y el oro  sólo lo empleaban  para elaborar joyería.

Tenían conocimientos de astronomía, que aprovechaban para planear sus ciclos agrícolas, contaban con calendarios precisos y eran buenos arquitectos.

Tenían conocimientos de astronomía, que aprovechaban para planear sus ciclos agrícolas, contaban con calendarios precisos y eran buenos arquitectos: habían construido pirámides, templos, observatorios, ciudades con trazos ortogonales y obras hidráulicas. En resumen, su avance tecnológico podía compararse con el de las civilizaciones de la cuenca del Nilo y de los valles fértiles de Mesopotamia, que los recién llegados habían dejado enterrados en su pasado bajo tres mil años de invenciones, libros impresos, reinados, imperios, guerras, pinturas y crónicas.

Los ecos de lo que sucedió después parecen seguir reverberando en el inconsciente colectivo de los americanos —al menos, de los que nacimos y vivimos al sur del Río Bravo y al norte de la Patagonia—: tras la noticia del descubrimiento, cientos de marineros, exploradores, religiosos, cartógrafos, militares, hidalgos y gente común y corriente, provenientes de todas las provincias y ciudades de la península española, se hicieron a la mar y llegaron a las “nuevas tierras” en busca de fortuna. Poco a poco, a punta de metal y de pólvora, fueron sometiendo a pueblos como los taínos, los caribes y lo que quedaba de los mayas; dominaron las islas del Caribe y se internaron en el continente; luego, un puñado de hombres como Cortés, Pizarro, Ponce de León, Alvarado y otros —armados con arcabuces, ayudados por el brío y el lustre de sus caballos, y dotados de una envidiable habilidad para entrenar en cada tierra intérpretes que les permitían prometer, intimidar, negociar y hacer alianzas—, hicieron caer uno a uno los imperios del territorio americano.

Y entonces, se establecieron los virreinatos. Los templos fueron destruidos y cientos de misioneros franciscanos, dominicos, jesuitas, agustinos y de otras órdenes religiosas, llegaron a esta tierra e impusieron la cruz; se construyeron iglesias, conventos y escuelas donde hablaron de un sólo Dios y de su hijo Jesús, que había muerto para la salvación de nuestras almas —a un pueblo que gustaba de ofrendar corazones a su dios, esto debió de haberles agradado—, y les enseñaron la lengua española. Mientras, los barcos seguían llegando, repletos de españoles que venían a “hacer las Américas”; de la unión de aquellos españoles —cuyas narices aguileñas delataban presencia árabe en su sangre visigoda— y los indígenas, empezaron a nacer los mestizos: los primeros mexicanos. Luego nacieron los llamados criollos y los castizos, y después llegaron negros, traídos de áfrica, y de ahí descienden los mulatos de crespa cabellera y piel caoba que hoy conducen lanchas en nuestras costas. Entre todos ellos, se construyeron edificios públicos de corte europeo, casonas y palacios, catedrales, acueductos y hospitales, que se interconectaban por calles adoquinadas; hubo médicos, ingenieros, contadores, abogados y prósperos comerciantes y terratenientes, que convivían con alarifes, mineros y campesinos que a menudo malvivían y morían en la miseria. Aquí, también, se acuñaron las primeras monedas de América, y un emprendedor lombardo de nombre Giovanni Paoli —que acá respondió al nombre de Juan Pablos— instituyó la primera imprenta e imprimió los primeros libros del continente.

En menos de cien años, muchos indígenas habían muerto en la guerra de Conquista, otros durante la plaga de peste bubónica, y otros tantos perecieron insolados, ahogados, quemados, azotados o ejecutados. Pero también los hubo quienes conservaron sus tierras y anduvieron a caballo, y otros, la mayor parte, continuaron sus vidas y aprendieron el catecismo y la nueva lengua; tuvieron hijos mestizos que hablaban español y se persignaban, pero seguían llamando cempazúchitl a la flor amarilla que ofrecían a sus muertos el 1 de noviembre, como lo había hecho sus ancestros antes de la llegada de los teúles; siguieron cultivando el maíz, preparando el nixtamal, haciendo gorditas, tlacoyos, chocolate con chile, y cocinando molli de huaxólotl en sus fiestas o pozole con carne de cerdo europeo, cuyo sabor les recordaba un poco al de la carne del tlaxcalteca sacrificado; también se siguió llamando Cholula a Cholula, y México a la otrora Tenochtitlan, ahora capital de la Nueva España.

Cuando el cura don Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hildalgo y Costilla Gallaga hizo sonar la campana de la parroquia de Dolores, el país que hoy somos estaba ahí, en su forma primaria: había indígenas, muchos, pero no eran mayoría… como hoy; había una élite descendiente de europeos que durante trescientos años había logrado convencer a los demás de que era superior, más fina y más hermosa… como hoy; y había una mayoría mestiza, en cuya sangre corría la herencia mexica, maya, zapoteca, tolteca, teotihuacana y olmeca, y también la hispánica, romana, visigoda y árabe, que era la que construía, administraba, cosechaba, comerciaba, escribía y hacía funcionar los engranes de esta sociedad, pero que por algún motivo se había comprado el papel de ser inferior y nunca había mostrado interés de gobernarse a sí misma… como hoy.

Tras el triunfo insurgente en la Guerra de Independencia, el naciente Imperio Mexicano se distanció política y económicamente de la Corona española, y se erigió por primera vez como una nación independiente. Se eliminó el añejo sistema de castas, que imponía una sociedad estratificada a partir de los orígenes étnicos de los novohispanos, de modo que todos los habitantes gozaban, hasta cierto punto, de prerrogativas iguales ante la Ley. La herencia española se reflejaba en la lengua —pues oficialmente se hablaba el castellano que impusieron los conquistadores españoles tres siglos atrás—, en la religión —pues, en general, la población se había convertido al catolicismo—, en la arquitectura y las artes —de estilo barroco o neoclásico—, en la vestimenta —que imitaba los ropajes que se usaban en Europa—, y en la gastronomía —que se había enriquecido con las aportación de los ganados porcino, ovino y vacuno, así como en especias traídas del Medio Oriente—, y las raíces indígenas permeaban en las toponimias —Xochimilco, Cholula, Xalisco o Tlacotalpan—, en las prácticas religiosas —que eran fruto de un sincretismo entre las religiones autóctonas y el cristianismo—, en multitud de vocablos del náhuatl, el maya y otras lenguas indígenas, y sobre todo, en la piel morena de la mayor parte de la población.

Después llegaron a las costas de Veracruz migrantes franceses que se avecindaron en Puebla y el istmo de Tehuantepec, ingleses que operaron las minas del estado de Hidalgo, irlandeses que militaban en las filas del Batallón de San Patricio, italianos con sus vacas y cabras lecheras a la región de Chipilo, eslovenos que acompañaron a los invasores napoleónicos, árabes —sirios, libaneses, jordanos— y judíos, asiáticos y africanos. Y todos integraron sus nombres y apellidos, sus prácticas, los platos de sus cocinas, sus herencias culturales, sus aportes lingüísticos —anglicismos, arabismos, anglicismos, galicismos— al español de México y su rica carga genética. Y, a pesar de todo ello, de toda esta historia y toda esta diversidad, aún hay una mayoría mestiza que se autodenomina como “conquistada”, que manifiesta una intensa aversión por Colón y por Cortés —calificándolos de “imperialistas” o “genocidas”, como si los mexicas no hubieran impuesto su poderío a través de la barbarie y el sacrificio de sus vecinos— y que sigue percibiendo su lengua, su herencia religiosa —independientemente de su profesión de fe— y su civilización como algo ajeno, tiránico, impuesto. Como si no se llamaran Juan o Carmen, Felipe o Pilar, como si aún anduvieran en chinampas o acudieran al calpulli a aprender oficios. “Vinieron los españoles y nos conquistaron”, dicen.

En un sueño recurrente, a veces se me aparece el conquistador Cortés. Entre las nieblas y las marañas del sueño, el fatigado extremeño se aproxima a mí lentamente por el peso de su armadura y se quita el yelmo oxidado, al tiempo que me dice: “Hijo mío, decidle a tus hermanos que a quienes conquisté fue a sus tataratatarabuelos. No a vosotros. Así que dejad de llamaros ‘conquistados’, pues ustedes son tan hijos míos como lo son de aquella india de preciosos ojos negros, cuyo brillo aún veo en muchas de vuestras miradas. Soltad de una buena vez la teta de vuestra madre Malinche, y recordad que descendéis de dos imperios que brillaron en el firmamento del tiempo. Ahora, aceptad el pasado y recobrad esa luz”. C2

 

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2 Comentario

    • Elisa -

    • 17 octubre, 2015 / 19:53 pm

    Que buen artículo! Así mismo es!

    • Yasuhiro Matsumoto -

    • 12 octubre, 2015 / 19:06 pm

    Excelente ensayo !!
    Si, es hora de hacer reflexiones, es hora de actuar sensatamente y salir a flote para ver nuevas oportunidades. Muchas oportunidades que México y LA tiene.

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