Padilla pregunta qué es lo que estoy buscando y, como si supiera lo que quiero, sin dejarme contestar, agrega: ah, tengo el automóvil perfecto para ti, Olivares. Mira el maletín en el que cargo mis ahorros. Intuye que estoy decidido a comprar un coche –lo cual es cierto– y por ello su trato es gentil. En realidad es un tirano: es mi jefe.

Pero hoy los papeles son distintos. Yo soy el cliente y él, el vendedor.

Nos adentramos al área de exhibición de la agencia.

¿Qué te parece éste, Olivares?, me dice Padilla mientras pone su mano sobre un auto azul, pequeño, poco atractivo. Bien, le digo, pero no sé. Extrae una libreta, la abre y lee en voz alta: cuatro cilindros, asientos de tela, aire acondicionado, ¡estándar!

Padilla vuelve la vista al maletín y añade: además, es económico. En ese instante muevo la cabeza e inmediatamente la veo. Camino con firmeza haca allá, tratando de ocultar mi excitación. Es un automóvil deportivo, rojo, centelleante, de vidrios polarizados, rines cromados, defensa ancha, simétrica y fina. Admiro mi rostro reflejado en el cristal de las ventanillas. Soy otro, y me gusto. Escucho la risa de Padilla a mis espaldas.

No, no, mi amigo, este auto no es para ti.

No soy su amigo, pienso. Abro el coche, acaricio el volante, siento la piel. Los dos sabemos que no está a mi alcance, pero –sin importarme ese detalle– simulo que vine por este carro. Me interesa, digo. Padilla se acomoda la corbata, exhala de manera pesada y tos.

¿Sabes cuánto cuesta, Olivares?, pregunta él levantando las cejas; su frente se llena de líneas. Claro, respondo, trabajamos juntos, en la misma agencia, desde hace meses. Conozco los precios. Pero de todas formas quiero saber más, digo, de hecho, quiero saberlo todo, como si le explicaras a un cliente nuevo. Así que te escucho.

Padilla, sin alternativas, hace una mueca, vuelve a su libreta y lee notablemente irritado: es el primer automóvil inteligente de nuestra línea de lujo, alcanza hasta mil trescientos caballos de fuerza (¡mil trescientos!, repite sin consultar sus apuntes), tiene dos mecanismos de manejo, uno manual y otro automático; pero tú sabes que se conduce prácticamente solo gracias a su programa de navegación, que evoluciona según las necesidades del piloto.

Padilla suspira, contempla la calma del lugar y asiente acalorado.

Dime cómo se llama, ordeno, a pesar de que conozco –mejor que él– el nombre del auto y sus características.

Cuántica, Olivares, se llama, Cuántica.

Es ella, pienso, y acaricio el toldo. Me subo al asiento del conductor y finjo manejar. Novecientos mil, suelta Padilla de repente y se queda quieto, esperando mi reacción, abriendo los ojos como un desquiciado; sus labios le tiemblan de tal modo que parece balbucir. Entonces remata: en dólares, Olivares, dólares.

Con el dinero del maletín puedo comprar el primer coche.

Con el dinero del maletín puedo comprar el primer coche, no éste, que es mucho mejor. Pero estando arriba de Cuántica tengo la sensación de que mi vida podría cambiar. ¿Y bien?, dice mi jefe, rascándose el cuello con ansiedad. Pienso en qué decir. Padilla se exaspera por mi silencio. Una de las secretarias camina frente a nosotros de la recepción al escritorio. La miro y entonces me persuado. Con seguridad, solicito una prueba de manejo.

Tras un gruñido, Padilla se dirige hacia la secretaria, le indica que haga un par de llamadas y él desaparece entre los cubículos de la agencia. Minutos más tarde, vuelve con una carpeta y una pequeña caja negra; sus facciones llenas de tiempo se han suavizado, sé que en el fondo accede porque también desea saber cómo funciona.

Nadie había pedido antes una demostración.

Padilla me da una pluma y varios oficios. Firma aquí, indica y señala las hojas, aquí y aquí. Lo hago enseguida. Le devuelvo los documentos, los coloca sobre un escritorio. Se acerca, abre la caja negra, extrae un control diminuto, sofisticado, con cinco botones y, luego de subir al asiento del copiloto, lo coloca en mi mano.

Da una sola instrucción: aprieta el botón verde.

Sin perder tiempo, llevo a cabo la orden y el motor ruge y hace vibrar los ventanales. ¿Escuchas eso, Olivares? Sí, digo y sonrío. Nos preparamos para salir cuando, súbitamente, la secretaria le hace señas y nos detiene. Se acerca a él, le comenta algo al oído, algo que lo altera. Padilla sale del auto, maldice, se vuelve hacia el tablero.

Me vas a disculpar, Olivares, necesito arreglar un asunto urgente.

Enseguida me mira y señala su reloj: tienes quince minutos; si tardas más, llamaré a la policía, y guiña un ojo.

Quince, repito y miro hacia el frente. Piso el acelerador.

Salgo de la agencia y, de inmediato, activo el sistema interactivo de voz.

¿Qué tal lo hice? 

Después del primer semáforo, considero prudente hacerme notar. ¿Qué tal lo hice? Cuántica tarda en reconocerme porque realiza una identificación total de mi presencia, cotejando, incluso, las huellas dactilares en el volante y el iris, y eso lleva unos segundos. Espero a que responda con su voz mecánica y femenina.

A doscientos metros gira a la derecha y entra en la glorieta, me ordena.

Lo que tú digas, pero antes contéstame, ¿qué tal estuve?, y sonrío con soberbia.

Nada mal para ser la primera vez, responde ella, aunque por poco lo arruina tu jefe; tenías razón, es un imbécil.

Lo sé, digo, pero funcionó la llamada que hiciste a la secretaria.

Mantente en tu carril, añade, como si quisiera que me concentrara en el camino.

Pasamos otro semáforo, entramos en un bulevar y recorremos un tramo largo en el que abundan los supermercados. A cuatrocientos metros gira a la derecha y mantente en dirección al norte, dice Cuántica, luego dobla en la esquina y entra por esa calle. Cinco metros adelante verás un lugar para estacionarte, al costado de un árbol. Quédate ahí.

Sigo las instrucciones sin protestar, es un asunto de dominación: ella manda, yo obedezco. Así funcionamos. Minutos después, me ubico en el sitio señalado, a las afueras de un banco. Sabes a lo que venimos, ¿verdad? Sí, lo platicamos muchas veces, digo, y observo las puertas de cristal. Tengo un tic en el ojo. Cuántica se percata del sudor en mis manos.

Estás nervioso, dice, sólo hazlo tal y como lo planeamos.

Hay poca gente.

Mejor aún, agrega ella.

Al instante, abre la guantera y me muestra una pistola que no sé de dónde ha sacado. Mi respiración se altera, me niego a tomarla. El arma no estaba contemplada, digo y empiezo a sentir cómo mi sangre me recorre las venas con un calor furibundo.

¿Qué esperabas, hacerlo con un bolígrafo?

Guardo la pistola en el bolsillo interior del saco, dejo el maletín con mis ahorros en el tapete. Salgo. Apenas a unos cuantos metros, víctima de mi nerviosismo, intento volver pero Cuántica prende sus luces delanteras. Sé lo que significa: no seas cobarde.

Entonces entro al banco, saludo al guardia, cierro los ojos, los abro. Me coloco en una de las filas de depósito, detrás de una mujer de vestimenta fina y peinado inalterable, lleva una pequeña bolsa en su hombro izquierdo. Avanzo; es mi turno. Buenos días, señor, ¿en qué podemos ayudarle? La cajera es pelirroja, tiene ojos claros, labios delgados, poco maquillaje.

Esto…

Me detengo, trato de asimilar lo que estoy a punto de decir. No quiero parecer un novato (aunque en el fondo lo sea).

Esto es un…

Observo la fila de al lado, un sujeto alto de chaleco, que habla con un trajeado, me devuelve la mirada y se dirige a su acompañante, le secretea algo, ambos me observan, o siento que lo hacen. Debo apresurarme, pienso, y articulo débilmente:

Esto es un asalto.

La cajera hace un ademán, no me escuchó.

En qué podemos ayudarle, señor… ¿señor?

A mis espaldas un joven pregunta si voy a tardar. Contesto que no. Mi cuerpo se estremece, el pecho va a explotarme si no lo hago pronto. Escondo la mano al interior de mi saco, extraigo la pistola y, mientras apunto tembloroso directo a la frente de la mujer, grito:

¡Dame todo el dinero! ¡Ya!

La gente se tira al piso. Señalo con el arma los cajones de los billetes y le digo a la cajera que se apure, que si hace lo que le digo nadie saldrá lastimado. Ella parece entender, al igual que sus compañeros, quienes, al notar la presencia de la nueve milímetros, alzan las manos. Un niño llora. Me vuelvo hacia los clientes: no hagan cosas estúpidas y todo saldrá bien, digo.

Regreso a la ventanilla, la cajera tiembla, tiene listos diez fajos de billetes grandes. Trato de meterlos en mi traje, pero sólo consigo acomodar la mitad en las bolsas internas y dos más en las externas. Corro. La rigidez de mi cuerpo empieza a sucumbir. Tengo el dinero y a Cuántica, pienso, y enseguida digo satisfecho: lo logré.

Me acerco a ella, echo los fajos por la puerta de atrás.

Lo hiciste, dice Cuántica tal vez feliz.

Antes de subirme a mi lugar, un guardia –hombre obeso, calvo y con bigote–, que se había mantenido oculto, sale del banco y lanza un tiro al aire. Responde, dice Cuántica, dispara. Apunto al pecho del sujeto pero no jalo el gatillo. ¡Dispara!, exige ella de nuevo y prende el motor enfurecida. Escucho más tiros, el guardia me ordena que suelte la pistola.

No lo obedezco; en cambio, me resguardo en las llantas traseras. El hombre detona el arma un par de veces, destruye un buzón de correos a unos metros de mí. Está decidido. Cuántica me exige que lo mate, pero no soy un asesino, pienso, sino un vendedor de automóviles.

¡Mátalo!, ruge ella subiendo el volumen de sus bocinas.

Asomo la cabeza por el borde de la llanta. El guardia está a unos pasos de nosotros, lleva el arma por delante. Apunto directo a su cara y cierro un ojo para enfocar. Las manos me tiemblan. Alcanzo a impulsarme hacia un costado, ruedo como si bajara de manera abrupta de un vehículo en movimiento.

Las manos me tiemblan.

Cuántica se echa de reversa y, con el poderío de sus caballos, embiste al guardia de seguridad, quien sale impulsado hacia las puertas de cristal del banco, que, al contacto, revientan de manera estrepitosa, lanzando trozos de vidrio a todas las direcciones. Me apresuro, intento subir al asiento del copiloto, pero la puerta no abre. Cuántica baja la ventanilla apenas unos cuantos centímetros y dice: pudiste serme útil.

Y yo le digo que abra, por un carajo, que abra ya, que se deje de juegos.

No sé exactamente a qué se refiere, en qué otra cosa pude serle funcional tras haber asesinado a un hombre. En qué otros planes habría sido su cómplice. En todo caso, me cuestiono si atiende a su instinto evolutivo de adaptarse a una necesidad y, de ser así, si todo esto surgió de una necesidad suya o de ambos. O sólo mía.

Pero es tarde para pensar.

El guardia atropellado no se mueve. En el interior del banco, la gente utiliza sus celulares para llamar a la policía. Han pasado quizá veinte minutos desde que salimos de la agencia. Padilla debe estar enojado. Me despido en silencio de Cuántica que, al instante, sube la ventanilla como si me odiara. Arranca.

La veo irse con mi maletín y el monto del atraco. La suma es suficiente para escapar y perderse en cualquier lugar del país. Escucho la sirena de las patrullas a la distancia, mientras la veo alejarse por la calle. Podría seguirla pero no lo hago; permanezco quieto. Al llegar a la esquina, Cuántica prende sus faros rojos, dobla hacia la izquierda con mucha delicadeza… Y acelera. C2

 

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Sobre el autor

Escritor y músico. Ha publicado en diversos medios nacionales e internacionales; varios de sus cuentos fueron traducidos al francés y al portugués. Orquesta primitiva (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) es su primer libro de cuento brevísimo. “El gran escape” fue incluido en la antología La noche y la luz. Fábulas de lo extraño (Lengua de diablo, 2016).

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Escritor y músico. Ha publicado en diversos medios nacionales e internacionales; varios de sus cuentos fueron traducidos al francés y al portugués. Orquesta primitiva (Fondo Editorial...

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