Imagine que en una noche de tormenta, sin poder salir de casa por el viento y la lluvia, busca usted un pasatiempo para llenar las horas. Recuerda un rompecabezas que compró recientemente, abre la caja que lo contiene y esparce las pequeñas piezas sobre una mesa.
Al ver en detalle las piezas, nota algo fuera de lo común: los bordes de estas están difuminados, siendo difícil encontrar un acople claro entre ellas. Se fija en la cubierta de la caja y nota dos cosas sorprendentes: la primera, que no se indica el número de piezas y, más grave aún, cuando observa la imagen que se debe reconstruir al armar el rompecabezas nota que no hay ninguna imagen nítida, solamente un amasijo de líneas que se entrecruzan, sin aparente orden ni concierto. La inmensa mayoría de las personas enfrentadas a esta tarea, seguramente empacarán nuevamente las piezas, componiendo mentalmente la airada queja que lanzarán al día siguiente en la tienda. De los que se interesen de alguna forma en encontrar un orden allí donde no parece existir, una parte tratará de resolver el problema, abandonando poco a poco la búsqueda. Sólo unos pocos perseverarán en el empeño, llegando quizás uno o dos a la meta, si ésta existe.
No es tan extraña la situación presentada como a primera vista parece, es el tipo de tarea al que se enfrentan en su trabajo diario científicos y artistas: encontrar sentido y orden allí donde reina el aparente caos de las formas y las relaciones. A una tarea como esa se enfrentaron los químicos en la primera mitad del siglo XIX tratando de ordenar los elementos químicos en algún sistema coherente.
¿Son infinitamente divisibles, o existe un elemento mínimo e indivisible a partir del cual están constituidos?
Los primeros en discutir ampliamente la naturaleza íntima de la sustancia fueron los filósofos de la Grecia clásica. La pregunta por responder era: los cuerpos naturales ¿son infinitamente divisibles, o existe un elemento mínimo e indivisible a partir del cual están constituidos? Dos posiciones antagónicas se discutían en las distintas escuelas filosóficas. Por una parte, la escuela atomista defendía la divisibilidad limitada, postulando la existencia de partículas indivisibles (άτoμoζ: átomos). El principal defensor de estas ideas fue Demócrito de Abdera, filósofo de la escuela jónica, un erudito que postulaba, alrededor del año 400 a.C., que: “El universo tiene su origen en los átomos y el vacío, lo demás es sólo producto del razonamiento”.

El máximo defensor de la divisibilidad infinita de las sustancias es el filósofo más renombrado de todo el período clásico, quizás de todos los tiempos: Aristóteles de Atenas. Debido al tremendo influjo de las ideas de Aristóteles sobre los pensadores de la Edad Media (el Divino le llamaban), las ideas atomistas fueron olvidadas y hubo que esperar hasta los siglos XVII y XVIII para que volvieran a tomar fuerza en los trabajos de Joachim Jungius, Robert Boyle, Roger Boskovitch, Antoine Lavoisier y otros, quienes sacaron las discusiones de la esfera metafísica y las llevaron a la realidad experimental. Quizás el aporte fundamental de la época se puede atribuir a Boyle, que en su libro El Químico Escéptico no sólo defendió estas ideas, sino que dio una definición moderna de qué se puede considerar como un elemento químico: sustancias primitivas, no mezcladas con otras.
La importancia de esta concepción es difícil de sobrevalorar, ya que por primera vez de manera explícita se enuncia la idea de que toda la riqueza de formas, colores, propiedades del mundo alrededor nuestro se debe a la unión de un grupo de elementos simples, los elementos químicos. Orden emergiendo del caos.
¿Cómo identificar entonces los elementos químicos de entre la enorme variedad de compuestos químicos que existen? Boyle consideraba que esto era imposible, que todas las sustancias conocidas eran compuestas. Fue Lavoisier quien retomó la idea, partiendo de un principio de pura lógica nunca utilizado explícitamente: un elemento químico puro debe pesar menos que un compuesto químico del cual forme parte. Con esa idea en mente Lavoisier, también un gran experimentador, logró identificar alrededor de 30 elementos, confeccionando una primera tabla donde se organizaban de manera un tanto arbitraria. Estas ideas fueron publicadas en su Tratado Elemental de Química. Lavoisier no pudo completar su obra, pues murió guillotinado en medio del torbellino de la Revolución Francesa.
¿Cómo identificar entonces los elementos químicos de entre la enorme variedad de compuestos químicos que existen?
A partir de esta idea todo comenzó a moverse con más rapidez. John Dalton formuló la Ley de las Proporciones Definidas, que permitió determinar el peso de los átomos (peso atómico) de un elemento químico. Si dos elementos se unen para formar un compuesto químico, la relación entre los pesos de esos elementos será un múltiplo entero de la relación entre sus pesos atómicos. Amadeo Avogadro completó el trabajo de Dalton, formulando que dos volúmenes iguales de gases, con igual temperatura y presión, contienen igual cantidad de moléculas. En particular, Joseph Loschmidt encontró que en 22.4 L de cualquier gas a temperatura y presión normales hay una cantidad enorme (pero fija) de moléculas; ese número se conoce como Número de Avogadro.
El trabajo de estos precursores permitió conocer con cierta exactitud algunas propiedades de los elementos químicos. Con estos datos en mano, un grupo de químicos comenzó la tarea de tratar de ordenar estos de acuerdo con algún principio fijo. Entre ellos destacan Johann Wolfgang Döbereiner (creador de la Ley de las Triadas, primera gran sistematización) y John Newlands (primero en entender la Ley de las Octavas). Sin embargo, es en el Congreso de Química celebrado en Karlsruhe en 1860, con el objetivo explícito de poner orden en términos de la nomenclatura química, diferenciar átomos de moléculas, distinguir entre peso equivalente y peso atómico y otras cuestiones fundamentales, donde se sientan las bases de la sistematización.
Entre los asistentes al congreso estaba el químico italiano Stanislao Cannizzaro, quien presentó una ponencia sobre las diferencias entre peso atómico y el equivalente. Su exposición clara y, sobre todo, su folleto Sunto di un corso di filosofia chimica – que fue distribuido entre algunos de los asistentes–, influyeron notablemente sobre Lothar Meyer y sobre Dmitri Ivanovich Mendeleiev.

Meyer publicó en 1864 una tabla con 28 elementos químicos organizados según su valencia y distribuidos en seis familias. Pocos años después completaría esta tabla hasta llevarla a 55 elementos, y la envió a publicar a una revista. Pero antes que saliera publicada, en el volumen 12 de la revista Zeitschrift für Chemie ve la luz la versión alemana de un artículo publicado en ruso por Mendeleiev, donde se sintetizaba la ponencia que fue leída el 6 de marzo de 1869 ante la Sociedad Rusa de Química en San Petersburgo, titulada Dependencia de las propiedades con los pesos atómicos de los elementos. La idea esencial de la contribución fue presentada en ocho puntos, que se pueden resumir diciendo que si se ordenan los elementos químicos utilizando para ello sus pesos atómicos, aparece una dependencia periódica en el comportamiento químico: las propiedades muestran una variación periódica con los pesos atómicos. Sin embargo, Mendeleiev no utiliza sólo el peso atómico como criterio de ordenamiento; además la valencia y otras propiedades químicas le sirven para dar un orden que rindió frutos extraordinarios. Un hecho interesante es que Mendeleiev llegó a su sistema periódico por un afán de organización pedagógica en su gran obra, Principios de Química, el primer libro de texto que usó la ley periódica como elemento central.
La tabla publicada por Mendeleiev incluía los 64 elementos conocidos en la época, y dejaba espacios para muchos elementos más. En particular, predijo la existencia de cuatro nuevos elementos a los cuales les asignó los valores de distintas propiedades físico químicas. Estos elementos fueron descubiertos y sus propiedades coincidieron bien con las predichas por Mendeleiev. Fue un logro extraordinario de la Química Teórica.
A lo largo de los años y con el descubrimiento de nuevos elementos, la tabla fue adquiriendo su estructura actual, con 118 elementos constitutivos, desde el más ligero, el hidrógeno, hasta el más pesado, el oganesón, descubierto en 2002. Un principio básico para la química, que como todo gran descubrimiento científico crea una nueva pregunta, es: ¿hay algún orden subyacente que explique esta periodicidad?
¿Por qué las propiedades de los elementos tienen periodicidad?
En efecto, el sistema periódico de los elementos despierta de inmediato la curiosidad: ¿por qué las propiedades de los elementos tienen periodicidad? ¿Se pueden predecir las longitudes de las filas de la tabla (llamadas períodos)? Y, quizás lo más importante, ¿qué determina la posición de un elemento en la tabla? El número de orden dentro de la tabla que le asignó Mendeleiev a los elementos parecía algo arbitrario, pero una vez asignado ya no había que cambiarlo, todos los elementos seguían en la posición original, incluso luego de que se descubrieran nuevos elementos, para los cuales ¡ya había número de orden y posición en la tabla! Esto sugería que de alguna manera ese número estaba relacionado con las propiedades del elemento químico.
Estas preguntas despertaron el interés de muchos investigadores y en este sentido la tabla (y sobre todo la ley periódica que se expresa en ella) sirvió de guía y motor impulsor para el desarrollo de la química y la física del siglo XX. Este desarrollo tuvo que ver con el concepto de átomo.
Ya a fines del siglo XIX el análisis espectral (cuyos principios establecieron Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen), así como el descubrimiento de la radioactividad por Henry Becquerel y los rayos X por Wilhelm Röntgen, daban indicios claros de que el átomo debía poseer estructura interna. El modelo más fructífero de dicha estructura fue formulado por Ernest Rutherford.
Rutherford fue uno de los primeros en estudiar la radioactividad y de ellos surgieron ideas interesantes sobre la estructura del átomo. En ese tiempo el modelo del átomo aceptado era el de Joseph John Thomson, quien luego de descubrir el electrón supuso que el átomo es una esfera de carga positiva en la cual se incrustan los electrones. Este modelo tenía serios problemas, en particular, con él era imposible explicar la ley periódica, así que Rutherford quiso comprobarlo experimentalmente. Para esto, diseñó un experimento paradigmático en la historia de la ciencia. Se le ocurrió bombardear los átomos con partículas alfa (α), de las cuales ya conocía sus propiedades, en particular su carga eléctrica, igual a dos veces la carga de un electrón, pero de signo contrario. Para ello logró fabricar láminas de oro muy finas; sobre esas láminas hacía incidir las partículas α, y al otro lado de la lámina estaban sus ayudantes (Hans Geiger y Ernest Marsden) contando la cantidad de partículas que se desviaban en una dirección dada. Al hacer el análisis de los resultados, Rutherford llegó a la conclusión de que los átomos no pueden tener la estructura del modelo de Thomson, ya que algunas partículas se desviaban en ángulos tan grandes que las fuerzas de interacción entre el átomo y la partícula debían ser enormes, mucho mayores que las que se desarrollarían si el átomo tuviera la forma predicha en el modelo.

Rutherford dio sin dudar el siguiente paso. Llevado por la fuerza de los resultados postuló un nuevo modelo atómico, en el cual la carga positiva está situada en una pequeña esfera en el centro del átomo (conocida desde entonces como núcleo atómico) mientras los electrones circulan alrededor del núcleo como los planetas alrededor del Sol. De ahí el nombre de modelo planetario. Dos consecuencias esenciales tuvo este modelo que merecen un análisis por separado. Y las dos fueron obtenidas por discípulos de Rutherford.
Primero, Niels Bohr en 1911 utilizó el modelo planetario junto con los datos de la espectroscopía y la teoría cuántica de Planck y Einstein para desarrollar la primera teoría atómica, en la cual se consideraba que los electrones debían ocupar órbitas determinadas alrededor del núcleo, que, en contra de lo que se conoce de la teoría electrodinámica, no emiten energía a pesar de estar girando. El paso de estos electrones de un estado a otro va acompañado de emisión o absorción de energía en forma de cuantos. Además, las órbitas no pueden ser cualesquiera, sino únicamente aquellas cuyo momento de la cantidad de movimiento sea un múltiplo entero de una constante fundamental, igual a la constante de Planck dividida entre 2π. La teoría de Bohr, a pesar de ser rudimentaria y fallar en una parte importante de sus predicciones, permitió calcular con total exactitud las frecuencias que componen la radiación que emite el átomo de hidrógeno al ser excitado. Y fue el motor impulsor de la mecánica cuántica. En relación con la tabla periódica, la teoría atómica de Bohr apuntó por primera vez a la relación entre la estructura de los electrones en el átomo y las propiedades de éste. Al trabajar los átomos multielectrónicos, Bohr siempre propuso en las órbitas externas un número de electrones que respondiera por la valencia del elemento químico. Cada órbita está representada por un número natural, que hoy se conoce como número cuántico principal.
El segundo resultado fundamental fue encontrado al estudiar la emisión de rayos X por distintos elementos. En 1913 se conocía que al hacer incidir electrones sobre un metal, éste emitía rayos X. Henry Moseley determinó la frecuencia de los rayos X emitidos por distintos metales, encontrando un hecho extraordinario: la frecuencia de estos rayos es siempre proporcional al cuadrado de un número natural, que resultó ser precisamente el número de orden del elemento en la tabla periódica. En el artículo en el que reportó su descubrimiento avanzó la idea de que ese número, llamado número atómico, es igual a la carga positiva en el núcleo atómico, expresada en términos de la carga del electrón. Esto quiere decir que el hecho de que el oxígeno ocupe el lugar 8 en la tabla, significa que en su núcleo hay una carga positiva que es ocho veces la del electrón, pero con signo contrario. Y puesto que el átomo de oxígeno es eléctricamente neutro, alrededor del núcleo de oxígeno deben estar ocho electrones ocupando determinados estados de energía, lo que se conoce como la configuración electrónica del estado base (o de menor energía). El número atómico de un elemento en la tabla da una información extraordinaria sobre la estructura de un átomo cualquiera de dicho elemento.
¿Qué determina la estructura de los períodos de la tabla?
Esta verdad profunda nos lleva (como siempre en la ciencia) a formular una nueva pregunta: ¿qué determina la estructura de los períodos de la tabla? La Ley de las Octavas de Newlands es sólo aproximada, las filas de la tabla periódica tienen distinto número de elementos: dos la primera, ocho la segunda y tercera, 18 la cuarta y la quinta, 32 la sexta y la séptima. Por cierto, si hace mucho que no estudia química, esta última fila lo sorprenderá, ya que alrededor del año 1996 sólo tenía 18 elementos.
Entre 1923 y 1925 surgió la nueva ciencia de los átomos, la mecánica cuántica. Sus creadores fueron muchos, pero es imprescindible mencionar a Louis de Broglie, Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg, los dos últimos, creadores de dos versiones de la misma teoría, que al principio parecían incompatibles y luego resultaron ser totalmente equivalentes. A diferencia de la teoría de Bohr (perteneciente a lo que se le dio en llamar la vieja mecánica cuántica) ahora no se hacían suposiciones sobre cuál debía ser la trayectoria de los electrones en el átomo, pues ésta, para la teoría, sencillamente no existía. Al eliminar el movimiento del electrón como una de las variables a estudiar, lograron concentrarse en lo observable experimentalmente: las energías de las distintas configuraciones electrónicas del sistema atómico, las cuales determinan unívocamente el comportamiento del átomo. Así, se puede determinar a partir de ella la energía de las radiaciones que emitirá al ser excitado, al igual que distintas propiedades químicas, como los enlaces, fórmulas de los compuestos fundamentales que formará, valencias, etcétera. En estas teorías el estado de un electrón en el átomo queda determinado por cuatro números cuánticos, mientras que el número de electrones varía de capa en capa según el valor del número cuántico principal por la regla 2 n2.
Todo bien, pero los teóricos se encontraron inmediatamente con un serio problema, consistente en que los átomos con muchos electrones conducían a ecuaciones tan complejas que no se podían resolver. Hubo que esperar por el desarrollo de métodos de cálculo como el de Hartree – Fock, y posteriormente métodos más complejos como la teoría del funcional de densidad para poder calcular las estructuras electrónicas de átomos pesados.
¿Podemos decir entonces que la mecánica cuántica explica la estructura de la tabla periódica?
¿Podemos decir entonces que la mecánica cuántica explica la estructura de la tabla periódica? Este es un tema de candente discusión entre físicos y químicos, entre teóricos y filósofos de la ciencia. Los físicos dicen de forma casi unánime que sí, que toda la química que está detrás de la tabla periódica se puede explicar haciendo cálculos mecano cuánticos del átomo. Sin embargo, un grupo de químicos ha manifestado sus dudas al respecto. Es que el llenado de los períodos de la tabla no sigue la secuencia del llenado de las órbitas de los átomos. Aquí nos referimos a la forma en que se van añadiendo electrones cuando se aumenta el número atómico. Para los átomos ligeros es fácil, pues el hidrógeno (n=1) tiene un electrón en su primera órbita, mientras que el helio (n=2) tiene dos y el litio (n=3) tiene su primera órbita igual a la del helio, y el siguiente electrón se sitúa en la segunda órbita. Se han tenido que hacer arreglos ad hoc (la llamada regla de Hund, la regla de Madelung, etcétera) para que el llenado de las órbitas responda a las propiedades observadas de los elementos según se incrementan. Aún así, estas reglas tienen excepciones en las cuales no se cumplen.
Para saber en determinados casos cuál es la real estructura electrónica de un átomo en cuestión, hay que calcular las estructuras posibles y de ellas, escoger la de menor energía. Eso quiere decir que para que la mecánica cuántica funcione en la descripción del átomo, hay que hacer ciertas suposiciones adicionales. Pero hay algo cierto, la mecánica cuántica nos permite determinar las propiedades de un átomo determinado (por ejemplo, su energía u otra propiedad que muestre periodicidad) con gran exactitud.
Y esto nos lleva de nuevo a la ley periódica como una fuente de nuevas ideas, colisiones y contradicciones que son, en última instancia, la clave del desarrollo de la teoría sobre la sustancia.
Hay que decir que hay cientos de formas distintas de la tabla periódica, y un tema de discusión es si existe una forma óptima de escribirla, para que exprese de forma no ambigua la ley que tras ella existe. Y es que a 150 años del genial descubrimiento de Mendeleiev, sus ideas sobre la ley periódica siguen dando frutos, como toda gran obra del intelecto humano. Y, para terminar, podemos empezar con el origen de otra discusión: ¿Descubrió Mendeleiev la tabla periódica, o la inventó?
Disfruten el debate y los ensayos que siguen. C2