I
La tarde se pone bajo el frío paramero de la estepa andina. El sol desciende por detrás de las montañas envuelto entre un celaje surcado de explosiones cobrizas. Al fondo, un cielo sangre se tiende a lo largo del firmamento cuyo fulgor escarlata dilapida sus últimos rayos con inusitado resplandor; en tanto la sombra del atardecer corre delante de sí a ras de campos y pastizales, sin dejar de extender sus alas de cóndor bajo el brillo metálico de la tierra, que se hunde sobre su propio centro. Y, más allá, suspendido entre un horizonte en llamas, como un inmenso océano negro dispuesto boca arriba, aparece la fáctica vastedad del cosmos, un techo tétrico e inquietante donde la mirada se refocila y estremece.
Ensombrecedor, silencioso, primigenio, está allí para ser observado, sujeto a la retícula animal o humana. No es la morada del Olimpo ni el “Reino de los Cielos”, es algo más profundo y tenebroso, un abismo que se abre hacia el infinito cuya naturaleza trasciende cualquier explicación teológica o racional, tanto más si hunde sus raíces en lo desconocido. Si ha de buscarse una respuesta en torno al acertijo del universo, no podemos llevar esta premisa sino a la matriz de lo inexpugnable. Sea que haya tenido lugar a partir de un estallido sin precedentes, o por efecto de una reacción anterior al tiempo y al espacio; el universo -en su fáctico acontecer- se revela como un sitio insólito arrancado hacia el misterio de la noche. La dinámica bajo la cual se desenvuelve descansa sobre el lecho de lo incognoscible. Y es, precisamente, aquella noción velada, su aspecto enigmático lo que -a profundidad- cautiva y perturba. Pues, ¿qué se esconde tras de ese mutismo inquietante que entraña el cosmos, aquel silencio etéreo que aterrorizaba a Pascal cuando contemplaba el espacio infinito? ¿Acaso el hombre es un accidente de la naturaleza, una criatura solitaria, estrambótica, de un mundo abandonado en la lóbrega inmensidad del universo?
II
Si dentro de los límites de la percepción humana, la infinitud del espacio es un escenario monstruoso cuyas dimensiones el hombre es incapaz de concebir, mayor es la inquietud si se advierte la ausencia de señales que expliquen la presencia del hombre en el universo, pues lo único que se pone en relación inequívoca es la omnipresencia de éste respecto a la conditio infimus de aquél, acompañado de un silencio primigenio que se tiende a su alrededor, motivo de zozobra y anonadamiento. De ello decía el propio Pascal: “¿Qué es el hombre en la naturaleza? Una nada respecto al infinito (…) un punto medio entre nada y todo (…) igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido sacado y el infinito en el que se halla sumido.”
Aunque dicha afirmación toma asidero al constatar la inanidad del hombre frente al cosmos, es de advertir que en los términos de esta relación la naturaleza humana paradójicamente encuentra una medida; pues si el universo -en amplitud y noción- es inconmensurable y desconocido, el hombre lo será en proporción inversa, a escala infinitesimal, más aún si la nada de la que emerge reviste un valor por el misterio que encierra, por ese enigma cuya sustancia oculta un secreto inexpugnable, pues ante el universo nada aparece dilucidado respecto al sentido de la existencia humana, su presencia es tan enigmática como la del universo mismo. Dos abismos, dos misterios que se difuminan en la profundidad de lo inasible y frente a los cuales obran fuerzas desconocidas que responden a un oscuro pulso energético, cuya naturaleza resulta inaccesible y tanto la religión como la ciencia aún no han podido arrojar luz.
La primera siempre ha buscado su equivalente en una entidad suprasensible, que toma el aspecto de un hacedor o demiurgo como eje vertebral de todo lo creado. Desde la perspectiva cristiana, bajo el abrigo de un Dios sobreprotector, “la causa incausada” que precede toda noción y ámbito, principio alrededor del cual gira la dinámica del universo y la existencia humana se recoge a su influjo. Sin embargo, esta concepción teocéntrica- tan ortodoxa como el sistema de Ptolomeo- no deja de poseer un rezago medieval, si se entiende que la esfera del buen Dios no trasciende más allá del relato bíblico como una divinidad doméstica, una construcción antropomorfa diseñada a gusto y semejanza del hombre -como habían de serlo siglos antes del cristianismo Mithra, Horus o Attis-. Efecto refractario por el que su existencia se hace menos evidente como sospechosa, más aún si se sitúa en vínculo directo con el drama universal de la creación, ante el cual toman pie algunas interrogantes. Si el Dios cristiano fuese un ser, ¿acaso su presencia en el universo sería indispensable? Y si se tratara de una entidad preexistente, ¿quién la creó y a partir de qué originó lo creado? En sentido opuesto a la afirmación de Tomás de Aquino, el Dios cristiano no es “la causa incausada” sino la causa inducida, creada por el hombre para quien el principio de divinidad no prospera más con relación a sus implicaciones morales o religiosas -al igual que su antítesis Belcebú o Lucifer- que encuentran eco en los territorios domésticos del dogma. Fuera de sus dominios, el universo actúa con arreglo a impredecibles y ocultos propósitos que sobrepasan toda noción moral o divina. Como la boca de un inmenso cráter en erupción es un escenario truculento, vertiginoso; un hiperflujo de energía que está más allá del bien y el mal; ámbito insondable cuyos móviles el entendimiento humano apenas puede intuir.
III
Bajo otra óptica, la ciencia -decidida a indagar en sus profundidades- nunca ha dejado de poner su retícula en la bóveda interestelar. Desde el universo plano que encuentra soporte a partir de la geometría de Euclides, al heliocentrismo copernicano; de los principios de la relatividad general a la teoría del espacio inflacionario; en el dominio de la ciencia cosmológica ninguna premisa subraya un matiz de interrogantes como el origen y teleología del universo. Responder acerca de sus inicios como su finalidad aparece como una constante incógnita entre físicos y astrónomos; pero mayor es la inquietud si se comprende la naturaleza de sus afirmaciones. Nada se sabe sobre el origen del universo en forma definitiva, excepto sus paradojas y contrastes. Con arreglo a la Teoría del Big Bang -la tesis más verosímil entre la comunidad científica- todo cuanto abarca hoy la infinitud del horizonte tuvo lugar en un pasado primigenio, a partir de un imperceptible nódulo “mil millones de veces más pequeño que la cabeza de un alfiler”. Su repentino estallido desembocará en una cadena de reacciones nucleosintéticas cuyo segundo posterior, (desde la medida cuántica de Planck) hará posible el surgimiento del espacio-tiempo, materia y energía cuya expansión descomunal vale tanto como lo que hoy se percibe bajo la forma del universo. Sin embargo, lo que la Teoría del Big Bang no arroja luz es el momento previo a la explosión. ¿Qué había antes de esa partícula infinitesimal? ¿Por qué se formó? ¿De dónde provino? ¿Acaso de un flujo de antimateria anterior a toda dimensión, o a partir de un glóbulo cuántico? Tales inquietudes quedan en suspenso, se cierran sobre sí mismas envueltas -por ahora- en un misterio inescrutable.
VI
Mas si el origen del cosmos reviste de un cariz enigmático, no lo es menos su finalidad. Probar que encierra un propósito no tiene más valor que en la perspectiva humana. El universo no requiere de atenuantes para que exista. Si lleva consigo un fin este subyace de manera oculta en las entrañas de un Cosmos desconocido, tanto más si se coloca fuera de todo esquema dogmático, sea racional o religioso; pues el plasma interestelar no responde a un diseño preestablecido ni tampoco se rige a mecanismos inmutables. Abierto al devenir fluye en expansión continua, sin dejar de proyectarse a sí mismo en un pulso incesante de construcción y aniquilación donde el espacio-tiempo se dilata y contrae. Pues así como en el ámbito sinuoso de la existencia humana, precedido por lapsos de plenitud y oscuridad, goce e incertidumbre en una cadena indefinida de vida y muerte -llevado a una escala sideral- bajo el influjo transfigurador del universo cada gestación o cataclismo provoca algo nuevo e impredecible. Sea a partir de la explosión de una supernova, o el estallido de una estrella de neutrones la materia se transmuta y toman nacimiento otras fuentes de energía. En esa marea cósmica, turbulenta, todo es agitación y movimiento, nada es estático o definitivo. Como la flecha de un arco zen cuyo desplazamiento no apunta a ningún blanco y la trayectoria no tiene una acción en sí misma, el curso que describe el universo trasciende toda finalidad en la medida que se expande. Sea bajo la dimensión de un espacio inflacionario que no reconoce límites ni la existencia de un “Punto Omega”, o desde la perspectiva de un cosmos oscilatorio abierto a otros planos espaciales donde la muerte del universo supone el inicio de otro, en una sucesión infinita de multiversos -a manera de dos cristales enfrentados entre sí cuyas imágenes se reproducen a perpetuidad- en cada una de estas hipótesis prevalece una constante: la presencia inequívoca de un universo nómada en continua mutabilidad cuya dinámica y movimiento se revelan bajo los más insospechados ámbitos, formas y percepciones. De las partículas subatómicas cuyas cargas de neutrinos se mueven dentro de un horizonte infinitamente imperceptible, a la formación de cúmulos estelares en el abismo intergaláctico; la materia espacial no deja de fluir y expandirse. Viaja a través del tiempo en erranza infinita, anterior a toda experiencia fáctica, miles de millones de años antes del aparecimiento del hombre en el mundo como de la vida en la Tierra. Quizá por ello, su espectro multiforme reúne todas las variables de lo desconocido. Misterioso como la materia oscura de la que se compone; devastador como la emisión de rayos gamma de un púlsar cuyo caudal de energía en forma de filamentos radioactivos destruye todo cuanto se encuentra a su paso, e impredecible como la presencia de un agujero negro ante el cual nada se substrae a su influjo.
Pese a su monstruosidad y aun cuando la existencia del hombre se halle en constante amenaza, toda la materia y energía que contiene el espacio cósmico es una obra de arte en perpetuo movimiento dotada de una belleza abrumadora. Desde el polo de rotación de un cuerpo estelar hasta el desplazamiento de una galaxia cuyos haces describen espirales ascendentes como los tentáculos de un cilio, la belleza del Cosmos hunde raíces en las entrañas de una extensión abismal que no conoce fondo y jamás se detiene. Arrojado hacia sí mismo, diáfano como tenebroso, exultante como siniestro, sembrado de estrellas inaccesibles sobre el fondo de un cielo oscuro, nada escapa al dominio omnipresente del abismo interestelar en el que todo fluye, muta y nada permanece inmóvil.
V
Amanece. El sol se alza impetuoso sobre el firmamento cuya textura conserva la forma de un inmenso cristal opalino, ligeramente oculto entre un follaje de nubes grises y cirros anaranjados. La presencia de la aurora se ve llegar en montón de luz frágil, quebradiza. Desde el pico del cerro, el viento sopla cuesta abajo sin dejar de esparcir un aroma a rocío y tierra mojada sobre las techumbres de los árboles, cuyos troncos parecen expandir sus ramas en explosivos arabescos hacia el abismo celeste. Como los pasos serpenteantes de un cazador nómada en continua acechanza abierto a un paisaje primitivo, se agita un cosmos en movimiento donde el hombre, su mundo y el astro que los contiene deambulan en torno a una gran espiral cuyos brazos remolineantes, ebrios, giran en tránsito ineludible hacia lo desconocido. Tal quizá sea el devenir de toda la materia estelar en continua transformación y expansión. Para el hombre, acaso una prueba de expiación, es quizá una aventura vertiginosa -mortal pero apasionada-, más aún si concibe su existencia como un intrépido viaje en un espacio enigmático que no cesa de expandirse al infinito.