¿Quién no jugó en su niñez con esos globos que venden en las plazas y que flotan en el aire como por arte de magia? ¿Quién no los dejó ir para verlos elevarse y perderse entre las nubes?
Hoy en día la costumbre permanece y seguimos comprando esos globos a nuestros hijos o sobrinos. Pues bien, tal magia y tal diversión inocente no lo son tanto. La magia desaparece cuando ahora que somos adultos y conocemos el Principio de Arquímedes, comprendemos que los globos flotan debido a que el gas en su interior es más liviano que el aire, y la diversión inocente es más bien una tragedia ecológica, porque el gas en cuestión es irrecuperable. Una vez que se escapa lentamente del globo, el campo gravitatorio de la Tierra no es suficientemente fuerte para retenerlo en la atmósfera y éste se va para siempre.
El gas se llama helio y se estima que hay ocho millones de toneladas en el subsuelo terrestre. La cantidad parece enorme, pero más bien es insignificante. Hagamos el siguiente cálculo para encontrar el volumen correspondiente, recordando que el volumen es igual a la razón entre la masa y la densidad. Dado que la densidad del helio es 0.1785 kg/m3, encontramos que los ocho millones de toneladas de helio equivalen a un volumen de 44,817,927,170.87 m3 en condiciones de temperatura y presión atmosféricas normales. Si este volumen lo distribuyéramos alrededor de la Tierra para formar una capa de helio con una presión igual a la atmosférica, la capa tendría 88 micras de altura. ¡El grosor de un cabello! Por fortuna, esa pequeñísima cantidad de helio es suficiente para cubrir las necesidades de la civilización en los siglos por venir, aunque cada vez es más difícil extraerlo y refinarlo con la prontitud que impone la demanda, que es mucha.
El helio se usa en medicina en instrumentos que requieren bajas temperaturas; en análisis químicos; en balones utilizados para investigar el clima en las capas superiores de la atmósfera; en soldadura especializada; en detección de fugas en equipos de vacío; en datación de rocas y en muchos experimentos científicos importantes. Y justamente el 8% del helio que se refina anualmente, se usa para llenar globos en fiestas y parques de diversiones (1).
Al helio se le encuentra principalmente en cuatro países: Estados Unidos, Qatar, Algeria y Rusia (1), quienes lo producen en procesos de destilación fraccionada en campos donde se extrae gas natural. Se localiza en las minas de gas natural porque es producto del decaimiento radioactivo del torio y el uranio, elementos que al decaer emiten partículas alfa, que no son más que núcleos de helio.
El átomo de helio tiene dos protones y dos neutrones en su núcleo.
El átomo de helio tiene dos protones y dos neutrones en su núcleo. Se le denomina con el símbolo 4He y el único isótopo estable que se conoce tiene un neutrón menos (3He). Es el segundo elemento más ligero del universo y también el segundo más abundante, detrás del hidrógeno. Entre ambos suman el 98 % de la masa total del cosmos. Debido a que la energía liberada cuando el hidrógeno se quema en alguna estrella de alguna galaxia para crear el gas helio, es equivalente a la radiación de cuerpo negro en el universo, se piensa que el gas se creó unos minutos después del Big-Bang. Sin embargo, este elemento aún se sigue creando en todo momento en la ignición de los 70 mil trillones (7 x 1022) de estrellas que forman el universo.
Pierre Jules César Janssen, en 1868, fue el primero en observar el helio en la cromósfera del Sol. En realidad, lo que Janssen observó fue una línea espectral con un color amarillo intenso. Como todos los átomos en la naturaleza tienen electrones rodeando los núcleos y estos electrones suben y bajan en sus órbitas, emiten luz de muchos colores. Podríamos decir que la luz que emiten son sus huellas digitales. Janssen observó, con un instrumento que descomponía la luz llamado espectrómetro, una línea amarilla. Primero pensó que el elemento en cuestión era sodio, que emite un color similar. Al ser más preciso en su análisis, descartó el sodio y propuso que era un elemento nuevo jamás visto antes. Por eso lo llamó helio, porque Sol en griego es hélios. Muchos de sus colegas contemporáneos fueron escépticos: ¿cómo era posible creer en un elemento nuevo que no existía en la Tierra? Pasaron algunos años, hasta que el físico italiano Luigi Palmieri logró ver la misma línea amarilla en el espectro que analizaba de la lava en una erupción del Monte Vesubio. Años más tarde, William Ramsay lo vio en un experimento en su laboratorio y ya no quedó duda: ese átomo que tomó su nombre del Sol existía en la Tierra.
¿Cómo era posible creer en un elemento nuevo que no existía en la Tierra?
Al tener valencia cero –sus dos electrones completan el nivel 1 S2, que sólo admite precisamente dos electrones–, el helio, en condiciones normales, no reacciona con nada en la naturaleza. De la familia de los 7 elementos de la Tabla Periódica que tienen esta suerte de invisibilidad química, y que conocemos como familia de los gases nobles que habitan el grupo 18, el helio es el primogénito. Fue el que nació primero de la sopa primaria de protones y neutrones que se formó en los primeros minutos después del Big-Bang. Cosa extraña, pues a pesar de “nacer” primero, se quedó pequeño. No sólo es el más diminuto de la familia de los 7 hermanos nobles, sino incluso es más chico que el mismo hidrógeno, a pesar de ser cuatro veces más pesado. Aunque el hidrógeno tenga un solo electrón, en realidad lo que hay alrededor de su núcleo es una nube electrónica abierta, mientras que la nube del helio es cerrada por el hecho de que el nivel 1 S2 está completo. En una naturaleza cuya pandemia, llena de fenómenos extraños, está determinada por el forcejeo e intercambio electrónico entre unos átomos y otros, el helio es un mirón de palo y no contribuye en nada.
Pensemos en el acto fantasmagórico, ahora sí mágico, de desaparecer del planeta los ocho millones de toneladas de helio. Buenas noticias, nada le ocurriría a nadie. No nos ahogaríamos, no sufriríamos ninguna calamidad física, ni química, ni biológica. Ningún ser viviente lo extrañaría. La vida seguiría igual de grata, o ingrata. El helio se encuentra en el universo como invitado de chocolate a la fiesta cósmica que inició hace 14 mil millones de años. Se produjo en el Big-Bang a los pocos minutos del inmenso estallido, pero se quedó sin entrar a la fiesta que más tarde produjo la vida. ¿Por qué? Porque se enclaustró en su concha de dos electrones: a nadie le pide, a nadie le da. Aunque fue afortunado, porque junto con el hidrógeno se quedaron los dos con casi toda la masa del universo. Entre ellos, se repartieron el 98 %. Imagínese, todos los demás elementos se quedaron con lo poco que quedó, un 2%. Es como si todos los habitantes de la Tabla Periódica fueran a una fiesta y vieran que esos dos pequeños tragones se comieran todo el pastel y dejaran lo embarrado en el plato para todos los demás.
Otra cosa sería si hiciéramos desaparecer al hidrógeno: al prescindir de este átomo, la luz del universo se apagaría al instante y con él nosotros y cuanta vida pudiera existir en algún lado. Se apagaría el cielo en las noches, los lípidos y proteínas que nos componen se desintegrarían al instante, no se diga el ADN. Los mares se transformarían en nubes de oxígeno. Y sólo por culpa de un electrón. El portento de la vida está en los electrones.
¡Ah, pero el hecho de que el helio no se meta con nadie tiene sus ventajas! Grandes cosas hemos aprendido a hacer con este gas noble nacido minutos después del Big-Bang. Tan maravillosas, que la ciencia actual no sería la misma si el helio no existiera. Cuando en 1908 el físico holandés Kamerlingh Onnes descubrió que bajando la temperatura a 4.2 grados kelvin (- 268.95 oC) el helio se hacía líquido, una caja de Pandora se abrió para la tecnología moderna. Se tenía un líquido que se podía usar como refrigerante en experimentos sofisticados. Al mismo Onnes, en 1911, se le ocurrió enfriar el mercurio hasta 4 grados kelvin, usando desde luego helio líquido, y encontró que su resistencia eléctrica se hacía cero. Este fenómeno fue llamado superconductividad y actualmente se conocen muchos elementos y materiales compuestos con tal propiedad. En el Gran Colisionador de Hadrones en la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en francés), se utilizan 96 toneladas de helio líquido para bajar y mantener la temperatura a 1.9 grados kelvin en los electroimanes superconductores de neobio-titanio que mantienen circulando protones a velocidades cercanas a la de la luz. También se utiliza helio líquido para refrigerar los imanes superconductores en los aparatos de resonancia magnética. No acabaríamos de enumerar aquí las aplicaciones del helio en la civilización actual, así que no hagamos el acto de magia de desaparecerlo para no perder a este pequeño átomo tan beneficioso.

El helio no sólo se puede hacer líquido, también se puede convertir en un superfluido, como observó el físico Piotr Kapitsa en 1937. En este estado de superfluidez, la viscosidad se hace exactamente cero y el helio puede trepar paredes como si fuera una lagartija atómica o escaparse por nano agujeros en el recipiente en que uno lo contenga. Recapitulando: si a un cilindro con gas helio como el que usan los globeros, le bajamos la temperatura hasta casi llegar al cero absoluto, primero conseguiremos hacerlo líquido y luego superfluido. Y justo a la temperatura de 2.7 grados kelvin (- 270.45 oC), llamado punto lambda, existe una transición de fase entre el estado líquido (un fluido normal) y el estado superfluido. Continúe el lector bajando todo lo que pueda la temperatura más allá del punto lambda y el helio nunca se congelará, como pasa con todos los líquidos (incluso el hidrógeno se congela a los 14 K). Es decir, el He se quedará en el estado superfluido.
Imagine el escenario cuando el universo llegue a su muerte térmica: a unas millonésimas de grado kelvin por arriba del cero absoluto (porque al cero es imposible llegar), todo se congelaría en un hielo cósmico y nuestro noble y pequeño amigo se quedaría muy orondo, líquido y además superfluido. Como ya dijimos, en ese estado no tiene viscosidad, así que dejo al lector imaginar si este noble trepador de paredes subiría los muros congelados del cosmos, para escaparse hasta el más allá. C2
Referencias
- William J. Nuttall, Richard H. Clarke and Bartek A. Glowacki, Stop squandering helium. Nature (2012), 485, 573.
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Elizabeth Uría -
Me encantó!! Gracias, porque la ciencia es asombrosa pero no sabemos explicarla