7 de mayo de 1855
Cambridge, Inglaterra
Un nutrido aplauso se escuchó en el salón de la Sociedad Filosófica de Cambridge cuando el moderador de la conferencia terminó de presentar al joven James Clerk Maxwell. Éste miró nerviosamente al auditorio y dio las gracias con una inclinación de cabeza. Fijó por un momento sus ojos en los rostros expectantes que tenía frente a él, y al sentir en sus venas un ardor que le inmovilizaba la lengua, desvió la vista hacia una de las ventanas del salón. En un instante proyectó ahí, como si se tratara de una pizarra en un salón de clases, el texto de lo que quería decir, las preguntas que quizá los asistentes harían e incluso las respuestas a dichas preguntas. Era su truco para salir del trance; leer el discurso en la mente, antes que improvisarlo. Lo había aprendido en su infancia y lo usaba siempre al dar sus clases. El auditorio veía al expositor desviar la vista hacia la ventana, pero no sospechaba nada.
Maxwell empezó sin ninguna formalidad:
[blockquote author=”” pull=”pullright”]¿Cómo hacen los ojos para crear los colores en nuestra mente?[/blockquote]
–– Todos ustedes ven con claridad mi traje azul, ven también el amarillo débil de las paredes de este recinto, las cortinas blancas, el color de sus zapatos. ¿Pero qué es lo que en realidad ven? ¿Cómo hacen los ojos para crear los colores en nuestra mente? ¿Tenemos receptores especializados en los ojos para distinguirlos, para atrapar cada uno de los colores que los objetos emanan? No, eso sería imposible, innecesario, lejos de lo que podríamos decir que es la perfección o el orden de las cosas. Sería como si todas las melodías que ha creado el hombre tuvieran sus propias notas, como si cada una de las líneas que podemos dibujar en un papel tuvieran una ecuación diferente. No, el color es una superposición, una bella composición de tres colores: el azul, el rojo y el verde.
Un intenso murmullo se extendió a lo largo del auditorio. Todos eran científicos de renombre y conocían el modelo de Isaac Newton sobre la composición del espectro luminoso. Lo que este joven decía era un sacrilegio. James caminó con pasos lentos hacia una mesa donde yacía un extraño aparato con una rueda giratoria, pero antes de maniobrar con ella, explicó:
–– No es lo mismo mezclar pigmentos, en la paleta de un pintor, que mezclar colores luminosos. Los pigmentos actúan como extractores de color. La luz que vemos al mezclar dos pigmentos diferentes, por ejemplo, uno azul y otro amarillo, nos da aquél color que ambas no pueden absorber y que el artista sabe que conseguirá, el verde. En palabras más concisas, la mezcla de pigmentos es un proceso de substracción, mientras que la de colores luminosos es un proceso de adición. Por eso los colores primarios para el optómetra no son los mismos para el pintor. El ojo no requiere al amarillo para crear en el cerebro todos los demás; requiere al verde.
El murmullo se hizo más fuerte. La explicación parecía coherente, pero el auditorio no estaba dispuesto a conceder que un joven escocés, desconocido para todos, pusiera en entredicho la palabra de Newton…
21 de diciembre de 1857
Universidad de Cambridge
Aún cuando no paraba de nevar y el campus de la Universidad sufría bajo el embate de un viento helado, no cabía una persona más en el paraninfo Merton. El recinto tenía capacidad para trescientas personas sentadas, y ya rebasado ese límite algunas estaban de pie en los pasillos. Era el último evento del año antes de la Navidad, durante el cual se otorgaría el premio Adams. Se esperaba en cualquier momento la entrada de William Henry Bateson, director del colegio St. Johns, y de otras personalidades tales como el mismísimo John C. Adams, G. Gabriel Stokes, William Thomson y Sir George Airy. Según exigía el reglamento del premio, el ganador del certamen sería anunciado por este último, Astrónomo Real de la corona.
Conforme el reloj daba las seis de la tarde, la ansiedad de la gente iba en aumento. El murmullo de las voces era incluso más intenso que el golpeteo del aire gélido que azotaba las ventanas. Dos minutos antes de la hora el jurado entró a la habitación y se instaló al frente, sentándose en enormes sillas tapizadas de color verde. El Astrónomo Real, con la gracia que le confería su noble título, lanzó una mirada arrogante al público. El silencio no se hizo esperar.
[blockquote author=”” pull=”pullleft”]La decisión del jurado es unánime y se congratula en conceder el premio a James Clerk Maxwell[/blockquote]
–– Buenas tardes. Estamos aquí para conferir un premio a un joven que ha logrado desentrañar, fuera de toda duda, el misterio de un objeto estelar que circunda el universo con un temple inmaculado de anillos que parecen halos de luz y sombra: Saturno. El joven de apenas veintiséis años, aquí de cuerpo presente, ha demostrado en su ensayo, con un análisis matemático portentoso, que los anillos de Saturno no pueden ser sólidos como se pensaba, sino de especie granular, compuestos de nubes inmensas de corpúsculos que giran a su alrededor. La decisión del jurado es unánime y se congratula en conceder el premio a James Clerk Maxwell, ex alumno de esta Alma máter y hoy profesor de filosofía natural en la Universidad de Aberdeen. Démosle un aplauso copioso.
Éste no se hizo esperar. Maxwell se puso de pie, pasó al frente y saludó con delicada cortesía a los miembros del jurado. Después volteó hacia la concurrencia y dio las gracias con una sonrisa apenada. Entraba, muy a pesar suyo, en el círculo de los físicos más eminentes del Reino Unido; dos de los cuales, Stokes y Thomson, estaban ahí presentes.
11 de noviembre de 1864
Londres – Carta a Charles Cay
Querido Charles,
El mes próximo presentaré en una reunión plenaria de la Royal Society mi teoría electromagnética de la luz. El punto central de ésta es la idea de que las corrientes eléctricas pueden existir en el espacio vacío. Dichas corrientes, que he llamado corrientes de desplazamiento, dan una simetría perfecta a mis ecuaciones y hacen posible la existencia de las ondas luminosas. Tendré críticas, estoy seguro, pero he revisado exhaustivamente cada paso del desarrollo matemático y no veo falla alguna. Lo formidable es que la velocidad de la luz surge de una combinación muy sencilla de dos parámetros, uno eléctrico y otro magnético. Tendré oportunidad de explicártelo mejor cuando nos veamos a finales del año en casa de tus padres.
Te envío un afectuoso abrazo y dale mi amor a la familia.
Tu primo que te quiere, James.
4 de febrero de 1885
Escuela Superior Técnica de Karlsruhe, Alemania
Atónito, vio saltar la pequeña manecilla de su detector de corriente en la bobina secundaria y su corazón empezó a latir con fuerza. No podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Estaba probando que una onda electromagnética podía viajar a través del espacio vacío. Maxwell tenía razón después de todo. Aunque la distancia era de apenas un metro, las consecuencias de su descubrimiento no tardarían en aflorar, la era de las comunicaciones inalámbricas iniciaba.
Heinrich Hertz sonrió satisfecho y se dispuso a repetir el experimento.
11 de octubre de 1993
Edinburgh
Sydney Ross, presidente honorario de la Fundación James Clerk Maxwell, materializaba por fin su sueño: adquirir la casa donde Maxwell había nacido. Era un día especial para la Fundación formada por él en 1977, pues mover la sede a este lugar era un gran logro para todos los que habían apoyado con fondos. La casa estilo georgiano en India Street sería un lugar privilegiado para alojar la Fundación en los años venideros.
Una vez que se percató de que los periodistas invitados estaban presentes, el Profesor Ross se dirigió con elocuencia a la gente que lo esperaba para cortar el listón de la entrada:
[blockquote author=”” pull=”pullright”]James Clerk Maxwell, un hombre que cambió nuestra forma de ver a la Naturaleza y dejó una huella imborrable en la ciencia y la tecnología[/blockquote]
–– Estamos aquí reunidos, colegas y amigos, para congraciarnos por mudar la sede de nuestra Fundación a esta maravillosa casa que ciento sesenta y dos años atrás vio nacer a uno de los mejores físicos que ha dado la humanidad: James Clerk Maxwell, un hombre que cambió nuestra forma de ver a la Naturaleza y dejó una huella imborrable en la ciencia y la tecnología. Su teoría electromagnética, la teoría más excelsa de la física actual, nos trajo el radio y la televisión, así como el radar que da seguridad a los aviones que vuelan sobre nosotros. La televisión o fotografía de color funciona basada en el principio de tres colores que él descubrió; la ciencia de la cibernética, sin la cual no nos sería posible controlar numerosos procesos industriales o viajes al espacio exterior, se desarrolló gracias a su trabajo matemático en teoría de control. ¿Qué puente en las ciudades del mundo no ha sido diseñado mediante los diagramas recíprocos y las técnicas fotoelásticas que él propuso? Su teoría cinética de los gases contribuyó a comprender la naturaleza molecular de la materia, su experimento pensado, el primero entre los primeros, sobre el demonio de Maxwell, dio origen a la teoría de la información y las ciencias computacionales. El laboratorio Cavendish, que él diseñó y puso en marcha, ha sido el lugar de extraordinarios descubrimientos, incluidos el electrón y el ADN.
Amigos, se dice que si se pudiera trazar cada línea de la ciencia moderna a un punto de origen, se llegaría siempre a Maxwell. Sí, estamos aquí para recordar las contribuciones intelectuales de un hombre que se adelantó a su tiempo. Entremos pues a este punto de origen, al Aleph de la ciencia actual.
16 de octubre de 1837
Valle de Urr, Escocia
La noche llevaba unas horas de haber bajado el telón sobre el escenario del mundo, y padre e hijo, espectadores asiduos a esta obra silenciosa, yacían tendidos sobre una manta de algodón charlando en voz baja. La ausencia del delgado gajo de la luna otoñal hacía que miles de estrellas se hicieran notar en el cielo, perforando la oscuridad como si ésta fuera una sábana negra con innumerables orificios. En noches así, el jardín norte de Glenlair era un observatorio prodigioso, abierto a la curiosidad y a la imaginación. Bastaba tirarse al suelo para recorrer con la vista desnuda las constelaciones de estrellas y galaxias. Además, el clima era ideal. Pocas veces durante el año se tenía tal privilegio.
[blockquote author=”” pull=”pullleft”]Dudas sensatas, dudas que se arremolinaban dentro de su cabeza en un torrente de ingenuidad e imaginación[/blockquote]
El hijo era un niño, el padre un abogado recto y con principios, cuya pasión era la astronomía. La madre, Frances Cay, una mujer resuelta y devota, estaba dentro de la casa en espera a que su marido y su hijo terminaran de reconocer estrellas y galaxias. Era casi la hora de dormir. Como siempre ocurría cuando después de la cena se tendían sobre el pasto del patio a disfrutar de la inmensidad del cielo nocturno, en la mente del niño entraban cientos de dudas. Dudas sensatas, dudas que se arremolinaban dentro de su cabeza en un torrente de ingenuidad e imaginación, dudas que bien podrían ser las preguntas de un científico en todo el quehacer de su vida. Pero al preguntar a su padre sobre ellas, éste no tenía las respuestas, o si las tenía le faltaba tiempo para decirlas ante el vendaval de inquisiciones que con paciencia escuchaba.
–– ¿Dónde están las estrellas, papá? ¿Y los planetas?
–– Lejos de nosotros, demasiado lejos.
–– ¿Pero qué tan lejos?
–– Tan lejos como el infinito, como granos de arena tiene el mar, hijo, como hojas tiene el total de los árboles del mundo. Una distancia abrumadora. No sé cómo explicarte.
–– Pero su luz nos llega, así que no debe ser tan inmensa esa distancia. ¿Crees que podremos verlas algún día, papá?
–– Claro. Ya podemos ver la Luna, Júpiter, Marte, incluso a Saturno y sus anillos. Con telescopios más potentes podremos ver astros cada vez más distantes. Sólo es cosa de tiempo, la gente los construye cada vez mejores.
–– ¿Pero ir a esos lugares?
–– Jamás, hijo. Pienso que nos quedaremos atrapados en este planeta.
–– Papá, ¿de qué están hechos los anillos de Saturno?
–– Nadie lo sabe.
–– Pero dices que se ven en el telescopio.
–– Sí, pero nadie sabe de qué son y cómo llegaron ahí. La Tierra no los tiene, Marte tampoco. Yo sospecho que son aros gigantes fijos al planeta.
–– Yo no creo eso. Yo pienso que también la Tierra los tuvo pero ya los perdió, así que no pudieron ser aros. ¿Papá?
–– ¿Sí?
–– Parece que la luz necesita de la noche para viajar hasta acá, ¿por qué? ¿Durante el día no hay estrellas?
–– Claro que las hay. No las vemos porque la luz del sol es muy intensa y hace insensibles nuestros ojos. Lo que nuestros ojos ven durante el día es una luz azul, viajando por todas partes. Pero siempre están ahí.
–– ¿Pero cómo saben los ojos que es una luz azul, papá? ¿Por qué vemos por la noche algo que no vemos en el día? ¿Y por qué vemos en el día algo que no vemos por la noche?
–– No sabría decirlo exactamente.
–– ¿Y qué es la luz?
–– Los sabios dicen que una onda.
–– ¿Pero una onda de qué?
–– De energía, supongo.
–– ¿Y qué es la energía?
–– Suficiente por hoy, James, vamos a dejar todas estas preguntas para la próxima vez. Aquí lo único claro es que un niño de 6 años ya debe irse a la cama. Tu madre ya debe estar organizando un regaño para mí.
–– ¿Papá?
–– ¿Sí?
–– El tío George me dijo hace dos semanas, cuando vino de visita, que me regalaría un telescopio. Me dijo que con él se pueden ver las lunas de Saturno. Y además sus anillos.
–– Entonces vamos a divertirnos mucho. Pero vayamos dentro, está enfriando y vas a coger una pulmonía.
–– ¿Papá? ¿Qué es el frío? C2