C2 solicitó una colaboración a la Maestra en historia Ana Santos, quien trabajaba sobre su tesis de Doctorado. Nos envió el siguiente texto aclarando que lo había leído y le parecía bien, pero quería hacer algunos ajustes. Desafortunadamente, nuestra querida Ana falleció repentinamente el 16 de junio. Ya no hubo tiempo de hacer las modificaciones que su perfeccionismo le indicara, por lo que nos tomamos el atrevimiento de publicarlo póstumamente con un mínimo de correcciones. Lo hacemos no solo por la valía intrínseca del texto, sino como un homenaje a la hija, compañera, maestra, investigadora y ser humano ejemplar.
Introducción
Reflexionar sobre la identidad que caracteriza a una nación y la distingue de otras, es hacer referencia a una serie de mitos y símbolos cuya construcción atañe directamente al poder político en funciones. Así, se construye una identidad oficial que lima las incoherencias y las rupturas de los procesos históricos para ofrecer un presente terso carente de contradicciones y, con ello, conferir legitimidad política a los poderes que se sirven de ella.
En el caso de la identidad mexicana, los mitos de los que se ha echado mano en forma más recurrente, son el mestizaje, la independencia y la Revolución de 1910, como quiebres fundacionales de la nación mexicana. Estos mitos son difundidos a través de discursos permanentes, espectaculares y silenciosos, manifiestos en libros de texto de educación básica, conmemoraciones cívicas, festividades religiosas, expresiones plásticas, lírico musicales, nomenclatura callejera, museos, actividades deportivas, etcétera. Corresponde al Estado emanado de la revolución mexicana el papel de crear, difundir y unificar la identidad nacional que hoy subsiste. En esta larga trayectoria, numerosos intelectuales han aportado su granito de arena. Es el caso de Salvador Novo.
En el presente ensayo, se seleccionaron entre la prolija obra del autor, aquellos escritos en clave de crónica, producidos en distintos momentos de su actividad intelectual. A pesar de que en este camino Salvador Novo experimentó variaciones en su manera de concebir la realidad nacional, es posible encontrar algunas continuidades de su pensamiento en lo que se refiere a la identidad y a los mitos que la constituyen. De esta manera, he puesto particular atención a sus construcciones sobre el mestizaje, lo popular y lo folclórico, y la oposición entre campo y ciudad.
El alma del pueblo
En la década de los años veinte, los revolucionarios triunfantes inician el largo camino de la vuelta al orden, del apaciguamiento de las fuerzas armadas que aún se resisten a subordinarse a un régimen que les otorga los papeles secundarios del gran teatro del poder, de la creación de nuevas instituciones (y nuevos discursos) que rigieran los “destinos” de la nación, de la transformación capilar de los hábitos de la vieja élite porfiriana, y el descubrimiento de un país, desconocido hasta el momento, que emerge rápidamente detrás de la violencia revolucionaria. En este proceso, el nacionalismo, enarbolado por un Estado omnipresente, de carácter asistencial y populista (es decir, que se vinculaba orgánicamente con las masas y las movilizaba en su provecho), será la clave argumental de los esfuerzos por reconstruir al país; y con él, vendrá también un nacionalismo cultural que buscará la correspondencia con al arte, la educación y la cultura con los múltiples objetivos de la Revolución.
La conformación de una identidad nacional ―valiéndose de retazos reinterpretados de las identidades locales, grupales, regionales, etcétera―, afín a los nuevos tiempos, fue una de las preocupaciones centrales de los gobiernos posrevolucionarios. Los grupos subalternos, aquellas masas de campesinos y desheredados, habían logrado entrar en la escena de la historia gracias al papel activo que jugaron durante la contienda revolucionaria. ¿Qué hacer con ellas? ¿Cómo incorporarlas a la construcción del nuevo orden social? Por un lado, se tenía confianza en que la educación lograría sacar a los indígenas y mestizos pobres de un estado de postración e ignorancia, gracias a la enseñanza de las letras, las nuevas técnicas y herramientas del trabajo, la geografía del país para hacerlos sentir parte de un todo, entre otras. Por otra parte, se retomarían las prácticas culturales de estos grupos subalternos para construir un discurso legitimador del nuevo pacto social.
La cultura popular jugaría un papel determinante en el proceso de conformación de la identidad nacional, pues se le asociaría con lo mexicano por excelencia. Bajo el discurso del nacionalismo, los gobiernos posrevolucionarios pretendieron reconciliar a un país desangrado por la revolución con base en la autoafirmación de lo que se consideraba como “propio”; pero fundamentalmente, fue un instrumento ideológico y legitimador del Estado. Así, “pretendiendo la unificación, apuntalando lo que se consideró la idiosincrasia del país entero y siguiendo una lógica de defensa frente a las amenazas externas, el discurso oficial apeló a un núcleo cultural de raigambre popular para generar principios identitarios capaces de diferenciar el pasado del presente y el proyecto propio del ajeno. [1]
Se buscaba definir lo propio, “lo mexicano”, y para ello se echaría mano de la cultura popular, en la que, se creía, radicaba el “alma del pueblo”.
Un importante sector de la élite intelectual del México posrevolucionario compartió el proyecto político y económico del nuevo Estado, y asumió como una de sus tareas la definición de una identidad nacional que reflejara y cohesionara, en torno a una serie de símbolos y valores, a todos los miembros de la sociedad. Se buscaba definir lo propio, “lo mexicano”, y para ello se echaría mano de la cultura popular, en la que, se creía, radicaba el “alma del pueblo”. En este afán reivindicativo de lo popular, la élite intelectual y artística sancionaría los elementos que consideraba auténticos, puros y típicos de las manifestaciones culturales del pueblo mexicano; los reconfiguraría de manera estereotipada y reduccionista; y los impondría como legítimos a través de su gran actividad difusora (impartición de cursos y conferencias, financiamiento de investigaciones folclóricas por parte del Estado, construcción de valores estéticos plasmados en una pintura mural subvencionada, publicación de libros y artículos, etcétera).
Salvador Novo estaría cerca y lejos de este programa. En principio, Novo se ubicaría dentro del grupo de los “Contemporáneos” que llegarían a criticar al nacionalismo más agudo por parecerles excesivo e instigarían a los artistas a buscar caminos diferentes a los de una cultura localista y provinciana. Sin embargo, un breve vistazo a la obra de este prolífico escritor nos revela que Novo escapa a cualquier intento de categorización, por lo que no resulta extraño que dedicara un par de artículos a la cultura popular como esencia de lo mexicano. Así, en 1925, defenderá al corrido del Bajío como la “expresión pura de sentimientos primitivos de patriotismo o de amor filial o de ausencia, pero siempre de fuerza y de esperanza y de creencias firmes y convictas; de sentimientos claros […]”[2]
La confianza que Novo depositaba en el corrido como la esencia del alma popular, lo llevaría a afirmar, en 1929, la necesidad de estudiarlo y valorarlo como una digna expresión poética que merece ser integrada a las historias de la literatura mexicana. Era en el corrido donde debía buscarse el carácter y el alma del mexicano, pues haciendo uso de esta forma lírica el pueblo de México ensalzaba a sus héroes actuales (Villa y Zapata en primer plano), se conmovía con los crímenes extraordinarios, deploraba tragedias, loaba virtudes. El corrido, dice Novo, es “el alimento espiritual de nuestro pueblo, el único de que puede gustar, porque es él mismo.” [3]
A diferencia de Vasconcelos, los muralistas, los miembros del Taller de la Gráfica Popular, entre otros, Novo no creía ―o al menos no lo dice―, en un arte pedagógico, destinado a las masas, que plasmara al pueblo mexicano en sus luchas de liberación, en ese instrumento difusor de la ideología del Estado posrevolucionario. Más intimista y conservador, Novo proponía buscar las verdaderas manifestaciones de la cultura popular en sus producciones musicales y artesanales, aquellas en las que se vertían sus nobles valores y por los que podría dar la vida: la familia, el honor y dios.
Con relación al arte popular, Novo tendrá nuevamente ocasión de manifestar su adscripción al poderoso discurso del nacionalismo revolucionario, al tiempo que insinuaba una crítica a la incongruencia de los gobiernos que se servían de él, y a la clase media aristocratizada que vivía alejada de la realidad mexicana. Según Novo, la Revolución (esa gran madre paridora) había puesto de manifiesto la capacidad artística del pueblo indio y mestizo, así como una tradición artística prehispánica que había pervivido intacta “bajo el sudario doloroso de siglos de opresión”[4]. La valoración estética de las artesanías mexicanas resultan, a los ojos de este autor, fundamentales para la construcción de un sentido racial elevado y una conciencia nacional de la que se carecía hasta antes de la revolución. Prueba de ello la ofrecían los turistas europeos que, en busca de renovación, se sentían atraídos por la pureza vigorosa de nuestra raza primitiva.
Sin embargo, este apreciable arte popular era malbaratado, vendido en irrisorias cantidades a propios y extraños, o a comerciantes que se enriquecían a costa de los productores. En síntesis, Novo llamaba a los revolucionarios a prestar atención a esta situación, pues aprovechando las habilidades manuales del pueblo, e implantando métodos económicos y científicos que rindieran los beneficios justos a los productores, se cristalizarían en hechos las promesas de la Revolución.
Mestizaje: la Malinche y Cortés
Uno de los grandes mitos de la identidad nacional es, desde luego, la unión de dos culturas: el occidente europeo, representado por la España cristiana y los grupos indígenas americanos, representados por los mexicas. El mestizaje ha sido uno de los temas más polémicos de la reflexión sociológica sobre el ser nacional, desde Samuel Ramos hasta Roger Bartra, pero casi siempre incuestionable. En torno a él se pretendió definir los rasgos característicos del mexicano, aquello que lo hace único en el concierto de las naciones.
En el mito fundador del México moderno, la pareja Cortés-Malinche, recrea a los míticos padres de la cristiandad, Adán y Eva ―como lo plasmara Orozco en el Colegio de San Ildefonso―, de cuya unión surge una nueva sociedad marcada por el estigma de la violencia y la dominación. Tanto Samuel Ramos como sus seguidores, partidarios de una filosofía del mexicano, señalan los efectos traumáticos que provienen de semejante mito originario, entre ellos un supuesto sentimiento de inferioridad. Si bien, no me adscribo a esta teoría, no se puede negar el impacto de este discurso: la idea de una mujer que traiciona a su pueblo, cuyo cuerpo es sometido, violado, pero que, al final, recoge la simiente del conquistador y fecunda el “nuevo ser” mexicano. A pesar de ello, muchos intelectuales, folcloristas y escritores (como Salvador Novo) convertirán la degradación en homenaje [5]; así, en las posteriores recreaciones del mito, la violencia de la conquista pasará a un segundo plano, matizada por la idea de que los mexicanos recogían los mejores elementos de cada raza: la española y la indígena. [6]
La Malinche fue la Eva de este Paraíso mexicano
La fina ironía, el regocijado sentido del lenguaje, así como el ánimo de convertir lo nimio y cotidiano en un tema de análisis, son algunos de los aspectos presentes en la prosa de Novo. Con estas herramientas a cuestas, Novo escribirá, en 1938, un gracioso ensayo en el que explica el gusto de los mexicanos por las mujeres gordas. Con respecto al tema que nos ocupa, dice Novo: “La Malinche fue la Eva de este Paraíso mexicano ―y el robusto Cortés desempeñó el alegre papel de un Adán blanco y profusamente barbado. Y pues se enamoró de ella, debe haber ofrecido a su vista una personalidad exuberante.” [7] O bien, la visión idílica de la conquista, expresada en “Literatura del pueblo”, cuando con ocasión de la configuración del corrido, menciona nuestro autor a la lírica tradicional del romance español, “que España nos envió en los labios de aquellos hijos suyos que se unieron a los de nuestras mujeres, en el beso fecundo de nuestra nueva raza, para el juego de nuestros niños, para la velada de nuestros ancianos, para el descanso de nuestros pastores y campesinos […]” [8].
El mestizaje como hito o piedra angular de la identidad nacional, explica el carácter mexicano no solo en lo que corresponde a sus virtudes, sino también a sus vicios. Influido por el psicoanálisis, tan en boga hacia los años cincuenta, Novo intentará elaborar una teoría que dé razón a uno de los fenómenos por él observado en sus viajes por la provincia mexicana. Le llamaba profundamente la atención el despilfarro económico de los campesinos en las fiestas comunitarias, esos momentos propicios para afianzar los lazos de cohesión y solidaridad entre los miembros de una colectividad, así como para el intercambio de los bienes económicos. Tanto este tipo de festividades como las juergas individuales que celebraban el sentirse momentáneamente rico, después de un día de paga, eran para Novo, causa de la pobreza en el campo. Al respecto nos dice:
La infancia de nuestro pueblo fue la Colonia, puesto que entonces nació el mestizo. Cuando empezaba a vivir, sus padres españoles le enseñaron el trabajo como maldición, y le ataron el nudo traumático de una recompensa menguada, de una limitación social. Por añadidura, el alma indígena del mestizo rechazaba la industrialización, se resignaba, reprimiéndose, a ella. Sus compensaciones tenían que ser neuróticas. No podían discurrir en el equilibrio de una fórmula de placeres y trabajos que no era la suya, que no se había sabido hacerla suya. Tendría que fugarse de la desagradable realidad por una puerta aberrante y tempestuosa, que el débil encuentra en el alcohol, individualmente, y que colectivamente el pueblo débil y neurótico encuentra, encontraría a lo largo de su historia clínica, en las revoluciones que han sido igual tempestad torpe y escapista de movimientos sin verdadera solución para los conflictos profundos del neurótico. Esta es, a mi superficial juicio, la razón del tempestuoso despilfarro mexicano.[9]
Pero es en Cocina mexicana o Historia gastronómica de la ciudad de México [10]donde Novo refiere su visión más pulida del mestizaje. Como sabemos, la comida, junto con los monumentos, las expresiones artísticas de todo tipo, la arquitectura histórica, el paisaje, las fiestas cívicas, las tradiciones, etcétera, son elementos compartidos por los miembros de una nación pues, al ser revestidos de significados políticos, construyen la identidad cultural colectiva.
La Historia gastronómica puede leerse como un canto a la cultura mexicana, entendida como proceso histórico de absorción, intercambio y mestizaje, que no se detiene en la España de los conquistadores. Novo también integra a todas aquellas naciones que han ejercido, en distintos momentos clave, su influjo en México. La cultura árabe arraigada en la sangre española; el Caribe y China gracias al contacto comercial de Nueva España (y a la llegada de trabajadores chinos desde el porfiriato hasta entrado el siglo XX); el influjo francés vinculado a la Ilustración, a la invasión del siglo XIX, al breve reinado de Maximiliano de Habsburgo y a las aspiraciones aristocráticas de la élite porfiriana; y la presencia cada vez mayor de Estados Unidos en la época contemporánea a Novo, reconfiguran el gusto culinario de los mexicanos y el panorama urbano de la ciudad de México, inscribiéndola en la corriente cosmopolita de las grandes capitales del mundo.
A pesar de estos cambios, insiste Novo, México atesora sus hábitos alimenticios, fuente de su riqueza espiritual. Lo nuevo, lo llegado de fuera, se mestiza con lo propio, como lo demuestran los tratados culinarios o recetarios “al gusto americano”, impresos en París y Madrid. De esta manera, no es casual que inicie Novo su Historia gastronómica con una invitación a degustar su lectura, escrita en náhuatl, ni que los primeros capítulos se hallen dedicados a la comida prehispánica y a su supervivencia en nuestra alimentación.
Desde luego, los estereotipos no están ausentes en la narración y, así, Novo le otorga un carácter inmortal a la raza indígena debida a la sobriedad de su dieta. De esta sobriedad se deriva su férrea salud, su reciedumbre física, su agilidad, longevidad y belleza femenina. Incluso, Novo hace descansar la victoria independentista y el triunfo de la revolución mexicana en la mesura de la cocina indígena. Por ejemplo:
Llegaron los indios sobrios y desnudos hasta la guerra de Independencia. Durante las batallas, su resistencia física demostró a qué punto las obligadas privaciones alimenticias de una campaña ―que afectaron hasta el debilitamiento y la derrota a los criollos realistas― no constituían novedad, sino costumbre que auxilió en la victoria final a los indios subsistentes por su ancestral par de tortillas. [11]
Si bien los indígenas no admitían variaciones en su dieta, ello no les impedía ser generosos a la hora de compartir sus alimentos. Novo hará un mapeo del recorrido que siguieron animales, vegetales, semillas, flores, árboles y frutos americanos (tales como guajolote, chile, maíz, jícama, aguacate, vainilla, cacahuate, papa, ahuehuete, cempoalxóchitl, tomate, frijol, cacao, etcétera) hasta su trasplante en Europa. Por su parte, la comida prehispánica “consuma sus esponsales venturosos”, para felicidad de criollos y mestizos, con la llegada de nuevos alimentos. “Y nacerían ―¡Oh apogeo, culminación, clímax del mestizaje gastronómico!― los chiles rellenos: de queso, de picadillo; con pasas, almendras y acitrones; capeados con huevo batido; fritos, y por fin, náufragos en salsa de tomate y cebolla con su puntita de clavo y de azúcar. […] O la orfebrería coronada de rubíes de los conventuales chiles en nogada” [12]
Así, “En las cocinas de los conventos y de los palacios se gestará lenta, dulcemente ―como en las alcobas el otro― el mestizaje que cristalizaría la opulenta singularidad de la cocina mexicana” [13], al grado que en lo futuro será imposible separar lo mexica de lo español. A pesar de la implantación de nuevas cocinas, como la francesa, que tuvo una amplia aceptación entre los sectores pudientes de la población decimonónica en su búsqueda de refinamiento, el pueblo seguirá disfrutando de su querida comida mestiza.
Novo concluye, sirviendo de paso a la política gubernamental posrevolucionaria de educación e “incorporación” del indígena al desarrollo del país:
Por lo demás, México está gastronómicamente al par de las grandes capitales. La sucesiva absorción de las influencias española, francesa y norteamericana en su vida y costumbres no ha vencido, extinguido o borrado la prevalencia de los frutos oriundos del México prehispánico, base permanente esencial de nuestra dieta. Base, raíz y cualidad tan firme, que nutrida con ella, ha permitido a la raza indígena sobrevivir en la salud que hoy robustecen las mejores condiciones de higiene y de incorporación social que la rescatan. [14]
Los escenarios de la identidad: Ciudad y modernidad, revolución y campo.
Para nuestra pupila, forjada en el caos inagotable de final del siglo XX y el comienzo nada alentador del XXI, el espectáculo que ofrece la ciudad de México nos parece habitual, con su mosaico de identidades superpuestas; pero para las sensibilidades educadas a caballo en el tránsito de la vida rural a la urbana, la ciudad era un espacio novedoso que requería atención y, sobre todo, explicación. La ciudad es la encarnación de lo moderno, “el corazón y el cerebro” de la nación (en palabras de Novo), en tanto se trataba del escenario de la vida pública reinaugurada a partir del triunfo de la Revolución; como lo menciona Carlos Monsiváis, si “la Revolución le significa a muchos mexicanos el descubrimiento o redescubrimiento del país, lo mismo, mutatis mutandis, es aplicable a la idea de la capital.”[15]
Salvador Novo llegó a la ciudad de México en 1917, con sólo 13 años de edad. Llegó de Torreón, una zona sumamente golpeada por la revolución, para cursar los estudios de bachillerato en la Escuela Nacional Preparatoria, donde entablará amistad con Carlos Pellicer y Xavier Villaurritia. La ciudad lo deslumbra de inmediato; a ella le dedica poemas, artículos periodísticos y crónicas. Estos escritos serían la antesala de su Nueva grandeza mexicana, crónica citadina elaborada por encargo en 1946, marcada por la exaltación de la vida en la ciudad aun en sus manifestaciones más prosaicas. Destaca sus sonidos y sus olores, los transportes, los edificios históricos y los modernos, los hábitos de la población, las diversiones públicas, la vida nocturna; rasgos todos ellos de una ciudad que amalgama sus milenarias tradiciones con una modernidad democrática en la que se han diluido los conflictos de clase y de raza, se ha desterrado el fantasma del comunismo, se ha corporativizado el sindicalismo e impera la doctrina de la unidad nacional. En suma, el paraíso en la tierra. Novo es un rey Midas mexicano que de la ciénaga de la vida cotidiana extrae el oro refulgente de la armonía y del folclor que, en última instancia, nos constituye como mexicanos.
[blockquote author=”” pull=”pullright”]México es ya metrópoli artística por su producción cultural doméstica y por su patrimonio histórico…[/blockquote]
En este espíritu, se concibe a sí mismo como testigo de la irrupción de México en el vasto mundo civilizado. México es ya metrópoli artística por su producción cultural doméstica y por su patrimonio histórico, al tiempo que da cobijo a gente de todas las nacionalidades. Pero también es recinto del orden, del progreso y de la industrialización que, según Novo, cristalizan las promesas de la revolución, al ser puntales de la regeneración moral del pueblo. Este mundo fantástico, evidentemente, no está habitado por personas, sino por estereotipos teñidos de una felicidad inagotable: “Nuevas generaciones ágiles, seguras de sí mismas, morenas y limpias, libres de todo complejo de inferioridad, […] muchachas redimidas de la servidumbre por la fábrica, disfrutan y comparten su alegría con sus compañeros de clase y de trabajo, Evas y Adanes nuevos de un nuevo y autónomo destino.” [16]
Cabe destacar, que para la década de los cuarenta, la pluma de Novo había perdido el filo que la caracterizaba (son conocidas sus pugnas con los muralistas, en particular con Diego Rivera, el desprecio que le profesaba a Lázaro Cárdenas y todo lo que oliera a izquierda, así como el hostigamiento sufrido por su preferencia sexual), al gozar de los beneficios del cobijo institucional. De esta manera, la crónica que hemos venido comentando se inscribe en el optimismo desarrollista del gobierno de Ávila Camacho y Miguel Alemán.
So pretexto de la Segunda Guerra Mundial, Ávila Camacho pondría en órbita la política conocida bajo el epíteto de “Unidad Nacional” que pretendía la colaboración entre clases bajo una doble justificación; por un lado se argumentaba que el país debía aprovechar la coyuntura de la guerra para industrializarse y, por el otro, se explicaba que la intensa lucha de clases dada en el sexenio cardenista había igualado los factores de la producción ―capital y trabajo―. Novo se atuvo a esta versión oficial y declaró el fin de la lucha de clases:
¿En dónde está el filósofo que diagnosticó en los mexicanos un complejo de inferioridad? Esa forma aberrante, decadente, del pudor, que se expresa en la reverencia al tabú social: que se avergüenza de la indumentaria heterodoxa: que se inhibe ante el símbolo del poder superior, y que así estatiza y congela todo proceso democrático de fecundo mestizaje racial, y de armoniosa, orgánica supresión progresiva de las clases, si una vez existió, puede ya dichosamente decirse que ha sido superada y vencida. [17]
Pero si en la ciudad la revolución contenía las características descritas, en el campo la situación parecía ser otra. En calidad de acompañante del ministro de Educación Pública, Narciso Bassols, Novo se sorprendió por las condiciones de atraso en que se hallaba el agro nacional. Concluyó que la revolución no había cumplido los objetivos de mejorar la vida rural, menos aún bajo la dirección de Lázaro Cárdenas, a quien atribuyó la desafortunada implantación de modelos ajenos a la idiosincrasia nacional, refiriéndose, por supuesto, al comunismo. A sus ojos, la ciudad exprimía al campo todos sus recursos (los campesinos incluidos) y a cambio le enviaba vicio y degeneración: alcohol y música infame como los boleros y el mariachi. Desde luego Novo criticaba la falta de una educación revolucionaria que fomentara en los campesinos la conciencia de ser dueños de su destino y que otorgara instrumentos para mejorar su vida.
Hay que anotar que estas valoraciones sobre la vida rural se fundan en una visión romántica habitada, otra vez, por estereotipos heredados, nada menos, que del fecundo imaginario del romanticismo mexicano decimonónico. El hombre del campo, colmado de buenas intenciones, es visto como un ser apacible, sencillo, noble, apegado a los suyos, sencillo, ingenuo, ignorante al borde de la estupidez, pero de una honestidad a prueba de sí mismo. Regresando a su primera adscripción al nacionalismo revolucionario, Novo veía en estos personajes ficticios la verdadera y esencial identidad del mexicano, en donde la miseria desempeña un papel central, representando un ideal de felicidad sencilla y básica sin los oropeles de la vida urbana. “Porque mientras los otros se disputan lo accidental, nosotros nos conformamos con lo esencial”. [18]
Esta mixtura de mitologías, en apariencia contradictorias, nutrió y sigue nutriendo el discurso rudimentario del nacionalismo mexicano de estampitas, canciones y banderas. Lo que en los escritos de Novo se perfila inicialmente como conflicto inevitable entre el campo y la ciudad (en donde el primero saldrá derrotado irremisiblemente), termina por diluirse en beneficio de una identidad nacional, en estricto sentido, esto es que refleje las aspiraciones, las querencias, las frustraciones, los gustos gastronómicos, en un solo cuerpo en el que todos tengamos cabida. Desde luego, la construcción de una identidad que asuma estas características carece de conflictos serios, o al menos los trivializa fundándose en un optimismo rampante promovido por el Estado. Al fin y al cabo, todos, ricos y pobres, guapos y feos, obreros y patrones, hombres y mujeres, campesinos y terratenientes, todos, sienten el latido subcutáneo de la patria con los primeros acordes del son de la negra, o con el gallardo vaivén del lábaro patrio.
Todo esto constituye una muestra del poder y los alcances del nacionalismo cultural posrevolucionario que hacen de las construcciones más elaboradas sobre los sentimientos patrios una operación natural o, en última instancia, obra del sentido común. Así, es natural que invenciones recientes de la identidad (pensemos que no han cumplido ni un centenario) sean vistas y, por supuesto, sentidas por la ciudadanía como una apelación a lo más recóndito, lo más legítimo, lo más puro, de su ser. C2
Enero, 2004.
Referencias
[1]Ricardo Pérez Monfort, “Los estereotipos nacionales y la educación posrevolucionaria en México, (1920-1930)” en Avatares del nacionalismo cultural. Cinco ensayos. México, CIESAS / CIDHEM, 2000, p. 39-40.
[2] Salvador Novo, “¡Ya viene Pancho Pistolas!” en Toda la prosa, México, Empresas Editoriales, 1964, p. 74-75.
[3] Salvador Novo, “Literatura del pueblo” en La cultura popular vista por las élites. (Antología de artículos publicados entre 1920 y 1952), introducción y selección de Irene Vázquez Valle, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 1989, p. 62.
[4] Salvador Novo, “Nuestras artes populares” en Ibid., p. 417.
[5] Carlos Gómez Carro, “Poder e imaginación. La cultura en México hacia finales de siglo” en Margarita Alegría de la Colina, et. al. Nuevas ideas; viejas creencias: la cultura mexicana hacia el siglo XXI. México, UAM-Azcapotzalco, División de Ciencias Sociales y Humanidades, 1995, p. 71.
[6]Con todo, la conquista como evento traumático persiste en la memoria de muchos mexicanos. La frase “los españoles nos conquistaron” se corresponde a un resentimiento vertido en el desprecio permanente del conquistador, sintetizado en la imagen de Cortés.
[7]Salvador Novo, “Los mexicanos las prefieren gordas” en Toda la prosa, Op. Cit., p. 151.
[8]Salvador Novo, “Literatura del pueblo”, Op. Cit., p. 63.
[9]Salvador Novo, Este y otros viajes (1951) en Toda la prosa, Op. Cit., p. 357-358.
[10]Salvador Novo, Cocina mexicana o Historia gastronómica de la ciudad de México, México, Porrúa, 1967.
[11]Ibid., p. 102.
[12]Ibid., p. 32.
[13]Ibid.
[14]Ibid., p. 159.
[15]Carlos Monsiváis, “Salvador Novo. Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen.” En Amor perdido, México, Era, 2003, p. 291.
[16]Salvador Novo. Nueva grandeza mexicana. Ensayo sobre la ciudad de México y sus alrededores en 1946. 2ª ed. México, Hermes, 1946, p. 132-133.
[17]Ibid. p. 178.
[18]Salvador Novo, Este y otros viajes (1951), en Toda la prosa, Op. cit., p. 413. Sobre las valoraciones de Novo en torno al campo, véase este texto así como “Actualidad de Astucia”, en Letras vencidas, compilado en el volumen antedicho.
Bibliografía
- Carlos Gómez Carro, “Poder e imaginación. La cultura en México hacia finales de siglo” en Margarita Alegría de la Colina, et. al. Nuevas ideas; viejas creencias: la cultura mexicana hacia el siglo XXI. México, UAM-Azcapotzalco, División de Ciencias Sociales y Humanidades, 1995, p. 63-72.
- La cultura popular vista por las élites. (Antología de artículos publicados entre 1920 y 1952), introducción y selección de Irene Vázquez Valle, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 1989.
- Monsiváis, Carlos. “Salvador Novo. Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen.” en Amor perdido, México, Era, 2003, p. 265-296.
- Salvador Novo. Lo marginal en el centro. México, Era, 2000.
- Novo, Salvador. Cocina mexicana o Historia gastronómica de la ciudad de México, México, Porrúa, 1967.
- Nueva grandeza mexicana. Ensayo sobre la ciudad de México y sus alrededores en 1946. 2ª ed. México, Hermes, 1946.
- Toda la prosa, México, Empresas Editoriales, 1964.
- O’Gorman, Edmundo. Meditaciones sobre el criollismo. Discurso de ingreso en la Academia Mexicana Correspondiente de la Española y Respuesta del académico de número y Cronista de la Ciudad, señor don Salvador Novo. México, Centro de Estudios de Historia de México Condumex, 1970.
- Pérez Monfort, Ricardo. “Los estereotipos nacionales y la educación posrevolucionaria en México, (1920-1930)” en Avatares del nacionalismo cultural. Cinco ensayos. México, CIESAS / CIDHEM, 2000, p. 39-40.