El título de esta narración corresponde a lo expresado por un colega, investigador en el área de física de mi centro de trabajo. Hace poco más de una década, durante dos semanas, coincidimos en una comisión de evaluación asignada por las autoridades del Cinvestav. Esa tarde, después de una jornada de trabajo larga, interrumpimos nuestra labor para tomar un descanso breve. Hablamos de temas variados, principalmente de la situación del país y la violencia e inseguridad para la población. Un compañero pronunció la frase citada arriba. Formada en el área social sabía que él estaba lejos de tener razón en lo que afirmaba. Decidí destejer su certeza y respondí que no estaba de acuerdo con su opinión. Su asombro fue grande, sus mejillas se ruborizaron y pregunto ¡¿por qué?! Le respondí: te voy a compartir un relato sobre una de las experiencias que tuve haciendo investigación en Chiapas. Él era todo oídos, y se dispuso a escuchar.

Sucedió en 1981. Chiapas era gobernado por Juan Sabines, hermano del reconocido poeta Jaime Sabines. Yo trabajaba en un centro de investigación en San Cristóbal de Las Casas, dirigía mis afanes hacia un proyecto sobre la estructura agraria y clases sociales en el estado; los conflictos en ese ámbito eran parte del estudio. Revisábamos los archivos de la entonces Secretaría de la Reforma Agraria, bibliografía sobre el tema de estudio y realizábamos trabajo de campo en comunidades en el estado. Las revisiones fueron muy útiles para entender parte de lo que luego encontramos en el trabajo de campo, además de analizar en conjunto el entramado de esos problemas.

Juan Sabines Gutiérrez, Presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez entre 1951 y 1952; y gobernador del estado en el periodo 1979-1982. Foto de: http://periodismodelsoconusco.blogspot.com/

 

En una ocasión, uno de los compañeros que trabajaba en el proyecto, informó que en Tuxtla, la capital del estado, habría una marcha de una comunidad tzotzil de los Valles Centrales de Chiapas. Con ella intentaban, una vez más, que las autoridades cumplieran con las indemnizaciones pendientes para el grupo. Años atrás, las instancias gubernamentales decidieron construir una presa y con ella generar energía eléctrica para otras áreas del país e inundaría parte de las tierras de la comunidad tzotzil. Hicieron los recuentos para determinar los pagos, pero faltó que los cubrieran por completo. Por eso la comunidad se mantenía en lucha, para que el gobierno liquidara los faltantes. Los años pasaban y no les cumplían.

Me pareció una oportunidad adecuada para conocer con mayor cercanía cómo se realizaría el evento, las posibilidades de diálogo entre los integrantes de la marcha y las autoridades gubernamentales. Me preparé para viajar a Tuxtla y mi esposo y colega, tomó su sombrero y decidió acompañarme.

Ya en Tuxtla acudimos al parque central. Ahí encontramos a los cerca de 300 hombres y mujeres integrantes de la marcha. Portaban mantas en las cuales daban cuenta de sus demandas y la gente les veía con curiosidad; aunque no era la primera marcha que tenía lugar ahí. Los campesinos reivindicaban sus derechos, a pesar de que varios de sus dirigentes fueron asesinados por luchar. Era frecuente que ante el nombramiento de un nuevo representante comunal, el elegido sabía que una condena pendía sobre él.

Después de un rato de permanecer bajo el sol candente de la mañana, se anunció que el gobernador recibiría a una comisión. Los asistentes se negaron, decidieron que debería escuchar a todos; estaban cansados de promesas incumplidas a sus representantes, y también de perderlos bajo la modalidad de asesinato.

El grupo recibió la notificación de que el gobernador les recibiría. Nos integramos al grupo y todos pasamos a un auditorio en el palacio de gobierno. Mi compañero y yo quedamos ligeramente separados del resto de los asistentes. El presídium permanecía dispuesto y vacío. Seis hombres fornidos entraron al auditorio y recorrieron los pasillos, escudriñando a la concurrencia. Tres de los empleados del gobernador se pararon cerca de mí y mi compañero interrogándonos. Uno de ellos dijo ¡tráiganlos! y caminó hacia la salida. De inmediato, como un clamor, todos los asistentes se pararon y dijeron “todos juntos venimos y todos juntos nos vamos”. Los hombres que intentaban llevarnos desistieron de sacarnos.

Era bien sabido que cuando los judiciales (esos hombres vestidos de civil que servían a los propósitos del gobierno), se llevaban a alguien era golpeado, las mujeres golpeadas y violadas; algunos “desaparecían”. Mi corazón latía desbocado, la adrenalina hacía lo suyo y volvía a latir con fuerza mientras narraba lo ocurrido décadas atrás; el rostro de mi colega adquiría un tono pálido, su expresión era de asombro y su rostro lucía desencajado.

Juan Sabines Gutiérrez, Presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez entre 1951 y 1952; y gobernador del estado en el periodo 1979-1982. Foto de: http://periodismodelsoconusco.blogspot.com/

 

Unos minutos después llegó el gobernador, el hermano del poeta; él y sus acompañantes ocuparon el presídium. El gobernador saludó y habló de hacer las cosas en orden, se dijo extrañado de que no siguieran los cauces oficiales para gestionar lo que procediera. “Ustedes son gentes buenas, de paz, ¿por qué se dejan aconsejar por gente de fuera? Por eso es que están aquí”. En seguida tomó los papeles que un asistente había dejado sobre la mesa del presídium. Uno a uno leyó cada documento, decía un nombre y los cargos por los cuales eran acusados. Después de leer los diez primeros preguntó al auditorio ¿está aquí alguna de las personas que nombré? La respuesta fue unánime ¡no, no!, ¡no los conocemos!, ¡no sabemos quiénes son! El gobernador continuó leyendo, eran órdenes de aprehensión para cada persona nombrada.

El gobernante continuó su arenga llamando a los campesinos hacia el buen camino, al orden, a no dejarse influir por “gente de fuera, ustedes son buenas gentes, pero los están influyendo, los están guiando mal esas gentes de fuera; no se dejen influir”. La resolución que la comunidad tzotzil esperaba no llegó, la promesa se renovó, sin fecha.

En ese auditorio me sentía como en un sueño. No daba crédito a todo lo que presencié. Las autoridades nada resolvieron.

El gobernador y sus acompañantes se retiraron del presídium, se fueron. Los campesinos que estaban en el auditorio comenzaron a levantarse para hacer lo mismo. Repentinamente, me sentí rodeada por mujeres que asistieron a la Marcha. No conocía a una sola, las sentía respirar cerca de mí, toqué su piel y temblaban, temblaban como hojas mecidas por el viento del miedo; con voz entrecortada me decían “véngase, véngase porque si no estos hijos de la chingada se la van a llevar, ¡son malos, son malos!”. Caí en la cuenta del riesgo que corríamos todos, pero las mujeres sabían que los judiciales nos habían identificado como líderes del grupo e irían sobre mi compañero y sobre mí. Con mi compañero los campesinos hicieron lo mismo, le rodearon protegiéndole con sus cuerpos. Todos caminábamos hacia la salida del auditorio. Una de las mujeres me preguntó ¿cómo va a regresar a su casa? Pues mi esposo y yo iremos al autobús, así esperamos regresar. Me respondió: “vamos a encaminarlos, luego ustedes se van a tener que ir solos”. Así lo hicieron, nos dejaron a tres cuadras de la terminal de camiones. Tuvimos suerte de volver con bien a nuestro hogar, de que los campesinos nos arroparan, nos protegieran sin conocernos. Sabían sobre el proceder de ciertos sectores gubernamentales, vivieron en carne propia la pérdida de sus compañeros, y nos tendieron no sólo sus manos, también sus propios cuerpos para proteger nuestra integridad. Esa generosidad es invaluable y se mantiene en la memoria y el corazón.

Una semana después de la marcha con los campesinos recibí una noticia estupenda, estaba embarazada de mi primer hijo, quien con el tiempo me haría abuela de una niña maravillosa. Esto difícilmente habría sucedido si los policías me hubieran sacado del auditorio, si los campesinos no hubiesen salido en nuestra defensa.

Al terminar mi relato, mi colega estaba pálido, sorprendido y exclamó: ¡asombroso, nunca lo hubiera imaginado! ¿Has escrito sobre esa experiencia? Sería muy importante. En ese entonces le respondí que no. C2

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2 Comentario

    • María Teresa Castillo Burguete -

    • 6 mayo, 2020 / 12:43 pm

    Hola Blanca. No había visto tu comentario y es grato encontrarte en este diálogo. Hacer investigación en las ciencias sociales nos expone. No somos los únicos expuestos, y nos toca constatar la miseria, el dolor, la injusticia que han vivido los pueblos originarios, y también la generosidad enorme que comparten. Las mujeres tzotziles fueron solidarias conmigo, los hombres protegieron a mi esposo y, sin saberlo, a mi descendencia por venir, a los estudiantes con quienes he trabajado y aprendido de sus enseñanzas. Al arroparnos nos hicieron suyos, como también los hicimos nuestros. Somos orgánicos con el pueblo, en el sentido Gramsciano del término. Un abrazo fuerte hasta donde quiera que estés. Tere

    • BLANCA DOMINGUEZ -

    • 29 noviembre, 2019 / 12:25 pm

    Que excelente narración, terrible, realista pero al mismo tiempo alentadora por la solidaridad que manifestaron las personas. Celebro que salio bien librada de tan escalofriante experiencia. Desafortunadamente refleja una condición común en México, hay de todo, desde asesinos hasta las más nobles expresiones humanas. La reflexión que surge respecto a la respuesta de este gran grupo originario seria arroparlos de la misma manera, desde nuestras respectivas trincheras y apoyándolos en sus demandas, que mas bien son derechos.

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