A Martín Caparrós
Dios no podía dormir esa mañana, y ni siquiera lo sabía. No era que estuviese nerviosa: era que no sabía. Si hubiese conocido esa manera moderada de no ser que los bichitos, unos siglos, unas horas después, empezarían a llamar sueño, otra habría sido la historia de su día. La ignorancia de Dios siempre tuvo terribles consecuencias.
[Un día en la vida de Dios – Martín Caparrós – Seix Barral, 2001]

 

Si bien Dios pertenecía a una familia acomodada, sus caprichos, su ansiedad y, sobre todo su impertinencia hacia los “arquitectos” del orden universal la habían condenado a la terriblemente aburrida tarea de crear mundos posibles. Un trabajo rutinario, casi denigrante, que prometía poco o nada. Sin embargo, lentamente comenzó a notar que la irrelevancia de su trabajo le permitía experimentar libremente. Casi nadie le pedía explicaciones acerca de lo que estaba haciendo. Dios tenía la curiosa habilidad, dentro de su gran ignorancia, de encontrar regocijo donde otros sólo percibían tedio y aburrimiento.

Comenzó entonces a experimentar de cara a lo que sería su gran obra.

Comenzó entonces a experimentar de cara a lo que sería su gran obra. Les demostraría de una vez por todas a esos vejetes lo que ella era capaz de hacer. Sus primeros intentos eran claramente toscos y denotaban muy poco conocimiento del tema. Estrellas frías, planetas planos que vagaban perdidos por el espacio y agujeros negros no parecían apuntar en la dirección correcta. Pero poco a poco iría encontrando su propio estilo. Y cuando decimos propio es en sentido estricto. Su trabajo en solitario, su desconexión del resto y la ausencia de un entorno intelectual apropiado marcarían fatalmente el destino de su obra. Pero ella, ajena en absoluto a estas consideraciones, intentaba tenazmente definir su estilo.

Esas bolas rocosas que giraban ahora en torno a estrellas calientes parecían tener más futuro que sus intentos anteriores. Fue entonces, unas horas después en su largo día, cuando el azar, una de las tantas cosas que Dios ignoraba, hizo su aparición y la vida surgió en una de esas bolas rocosas. Dios, sorprendida, observó el fenómeno con curiosidad. Estaba emocionada con el resultado de sus experimentos, como si ella hubiera tenido algo que ver al respecto, y seguía atentamente la evolución de esas criaturas. Aun cuando no era muy perspicaz, no tardó en darse cuenta del rumbo que tomaban los acontecimientos; esas criaturas, aunque primitivas, deambulaban a su antojo y no tenían ni la más remota idea de la existencia de Dios. Insegura y vanidosa como era, Dios no podía permitir semejante desprecio y decidió intervenir en persona.

Todo iba de acuerdo a lo planeado hasta que Dios comenzó a sentir curiosidad por la quinta extremidad del bichito.

Tras varios infructuosos intentos logró crear un bichito que le resultaba simpático y cumplía más o menos con sus deseos. Decidió entonces convivir un tiempo con él, y adoctrinarlo en su adoración, antes de dejarlo no ser. Todo iba de acuerdo a lo planeado hasta que Dios comenzó a sentir curiosidad por la quinta extremidad del bichito. Algo la atraía y no sabía exactamente qué era, pero tampoco podía dejar de pensar en ello. El bichito, que por primera vez se sentía orgulloso y con cierto poder sobre ella, se paseaba haciendo ostentación de lo que ella más deseaba, revoleando de aquí para allá ese oscuro objeto del deseo. Si, oscuro; porque el bichito, igual que Dios, era negro. Esta historia no podía terminar de otra manera que con el bichito, extasiado, viendo la cara de Dios, y Dios con una sensación de placer que jamás logró repetir ni explicarse. El bichito se entusiasmó y pretendió repetir la experiencia con cuanto Dios encontrara, pero no había más Dios que ella, que al bichito ya no le interesaba. Dios, por su parte, sentía una necesidad indescriptible de repetir aquella experiencia, pero él se negaba permanentemente. Celosa y desquiciada, Dios decidió deshacerse del bichito; pero en un rapto de perversa reflexión, pensó que mejor que matarlo era condenarlo a sufrir eternamente. Le improvisó entonces al bichito una compañera, a su imagen y semejanza (la de Dios), para que nunca se olvidase de ella, y los condenó a vivir por siempre amores no correspondidos. Luego Dios expulsó a ambos de su morada e intentó, sin éxito, olvidarse del asunto. Los bichitos continuaron su vida, amando y sufriendo, como lo había dispuesto Dios. Pero la condena de Dios tuvo un extraño efecto secundario; gracias a ella hoy los bichitos disfrutan de la poesía, la literatura, el arte y, por supuesto, el psicoanálisis. C2


Sobre el autor: es físico, escritor, humanista. Actualmente trabaja en el Centro de Física de Materiales en el CSIC, Universidad del País Vasco (http://cfm.ehu.es/schwartz/).

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