Es sin duda inevitable: los cuatrocientos años de la muerte de Cervantes y cuatro siglos que median de la publicación de El Quijote obligan, al menos, a una reflexión.
Y la reflexión debe intentar ir un poco más allá del festejo. De no ser así, se corre el riesgo de quedarse solamente en la propaganda publicitaria, repitiendo hasta el hartazgo lugares comunes que en nada favorecen a la figura de Cervantes y a su célebre texto. La reflexión que ahora me ocupa tiene que ver con la relación de la obra con las instancias que la han canonizado. Y me apresuro a aclarar: no estoy negando en estas líneas (ni en ningunas otras) el valor literario de El Quijote, sólo cuestiono las estrategias que han convertido al libro en modélico y esencialmente hispánico. Porque es un hecho innegable que la figura de Cervantes y su personaje itinerante han concentrado la quintaesencia de la historiografía literaria y la filología españolas y se han convertido en una vía de internacionalización (basta sumar la multitud de “Institutos Cervantes” que pueblan todas las capitales europeas) y en un monopolio del oficialismo ibérico.
El Quijote surgió como un texto heterodoxo a pesar suyo.
El Quijote surgió como un texto heterodoxo a pesar suyo. La vana pretensión contrarreformista de su autor (erradicar la lectura de los libros de caballerías) fue sobrepasada con creces por su propia creación. El libro, dotado de una polifonía maravillosa, convoca una serie de factores que marcan un cambio en la vida literaria occidental. Primeramente, tenemos al personaje: ¿quién es el Quijote? Es un lector, un lector moderno que aprovecha uno de los máximos logros que otorgó la invención de la imprenta: la lectura privada. Es un sujeto formado en su biblioteca, como había ocurrido con el francés Michael de Montaigne treinta años antes. Pero hay una diferencia: a Montaigne el estímulo de la lectura lo animó a escribir sus impresiones, y de su pluma nació el ensayo moderno; al Hidalgo de la Mancha, en cambio, le dio por lanzarse a enderezar entuertos, y de sus aventuras nació la novela moderna. Sus conductas son heterodoxas y escapan, cada una a su manera, al control y represión de las sociedades monárquicas en las que fueron producidas. Montaigne, sujeto real que se construye como personaje literario, critica la intolerancia religiosa y promueve la comprensión del otro (ese sujeto no occidental que los descubrimientos y expansiones del mercado europeo habían puesto en evidencia, y al que ya se le denominaba como “salvaje” o, más temerariamente, como “caníbal”); el Quijote, personaje literario transformado en sujeto real, denuncia, con conducta “alocada”, la incoherencia del discurso utópico occidental, donde es factible fantasear con una sociedad más justa e igualitaria, y un disparatado luchar por hacer efectiva esa sociedad ideal.
Cervantes pretende censurar los alcances de la lectura, pero sólo consigue resaltar sus poderes.
Cervantes pretende censurar los alcances de la lectura, pero sólo consigue resaltar sus poderes. En un espacio donde la dimensión crítica está vedada, la ficción literaria cumple un rol liberador (por algo los discursos imaginativos estaban prohibidos en las colonias americanas). La creación es siempre una forma de libertad porque requiere de un deseo de expresión. Y el derecho a la expresión es una poderosa forma de subversión. El Quijote, como creación de otros personajes: uno o varios autores anónimos, el narrador árabe Cide Hamete Benengeli, el traductor morisco, etc., es un universo literario en expansión. Allí las formas narrativas llegan a límites insospechados: El Quijote sosteniendo en sus manos el ejemplar de la primera parte de El Quijote, doble lectura maravillosa que hace recordar los artilugios expresivos de Las mil y una noches; las narraciones bucólicas dentro de la narración principal; las digresiones magistrales; el listado de títulos de su biblioteca; las transformaciones de los personajes (la quijotización de Sancho Panza y la sanchización del Quijote); el discurso de las Armas y las Letras; la cartografía de molinos y ventas… la lista puede seguir infinitamente.
El texto se nos ha presentado como el embajador más digno de la política hispánica.
Y sin embargo, el texto se nos ha presentado (antes, vía la enseñanza; ahora, por medio de la publicidad de las industrias culturales) como el embajador más digno de la política (cultural, lingüística, económica) hispánica. Y en lugar de celebrar su heterogeneidad como una forma de invitación a la creación y la libertad de expresión, se le ha condenado a ser un modelo: el representante del genio español. El término se lo incrustó el filólogo ultramontano Marcelino Menéndez y Pelayo cuando estableció su historiografía literaria con base en la esencia de una hispanidad intemporal y perpetua que habitaba la república de las letras mucho antes de la existencia de España y que permanecería intacta aún después del contacto de la lengua española con otras literaturas (como la hispanoamericana, por ejemplo). Con ese gesto, el filólogo español pretendía garantizar para España el monopolio de la lengua y de la fama de la obra de Cervantes. (Hoy el “estandarte” es levantado por la edición “alfaguarizada” de la obra, “bendecida” por la Real Academia y su séquito.)
El Quijote es una obra que sobrepasa a la literatura española.
Pero fracasó: el idioma español va mucho más allá de España (de sus mil años de existencia, más de la mitad de ese tiempo ha contado con el aporte de las culturas americanas y africanas), y El Quijote es una obra que sobrepasa a la literatura española. Porque algo es cierto: su recepción no fue siempre tan modélica. En el siglo XVIII los preceptistas (con Luzán a la cabeza) no vieron la novela con buenos ojos; para ellos faltaba a las buenas costumbres y a la decencia de la sociedad monárquica. Fue, irónicamente, en las Colonias hispanas donde se la leyó –de manera clandestina- con fervor y productividad. Un ejemplo: el valor temerario de José Joaquín Fernández de Lizardi para escribir la primera novela hispanoamericana, El Periquillo Sarniento (1816), se inspiró en las andanzas del Caballero de la Triste Figura. Como el hidalgo de la Mancha, el pensador mexicano buscaba enderezar entuertos. Y si El Quijote defendía el derecho a imaginar, el Periquillo enseñaba a los súbditos a ser ciudadanos (sujetos libres y con opinión propia). Alonso Quijano leía libros de caballería; Pedro Sarmiento lee, sin confesarlo, a Rousseau y Voltaire.
Y en el siglo XX, la recepción hispanoamericana sigue enriqueciendo la obra.
Y en el siglo XX, la recepción hispanoamericana sigue enriqueciendo a la obra. Un aporte fundamental: “Pierre Menard, autor del Quijote”, el cuento magistral de Jorge Luis Borges. El personaje Menard ensaya una escritura idéntica al texto cervantino, y lo que en un mundo de la tradición filológica se vería como una copia o un plagio, en la perspectiva borgenana se vuelve un complemento: el enriquecimiento de la obra “original” al resaltar su infinita significación: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico (más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza).” Sólo una lectura activa, despojada de los prejuicios y lugares comunes, podrá dotar de vida nuevamente a ese viejo caballero que aún tiene infinidad de entuertos que enderezar. Vuelvo con Borges para finalizar mi reflexión; uso sus palabras (a la manera de Menard), escritas en 1939, para resaltar el valor tremendamente significativo que adquieren ahora, en 2016: “El Quijote –me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.” C2