De pequeño viví algunos años en Córdoba, Veracruz. Ahí escuché una historia sobre apariciones y fantasmas. Cuenta la leyenda que si te embarras lagaña de perro bajo los párpados podrás ver y oír cosas que los seres humanos no podemos mirar ni escuchar, como los espectros del más allá. Dicen que por eso los perros ladran en los momentos más inesperados, como a la mitad de la noche, porque pueden ver seres invisibles o escuchar voces que no están a nuestro alcance, pero que habitan el mismo espacio.
Como todo niño curioso quise comprobarlo. Así que lo intenté y lo único que conseguí fue una infección en los ojos. Estuve en reposo durante una semana con fiebre, constante lagrimeo y altamente medicado. A falta de cosas qué hacer, comencé a ver películas prácticamente todo el día y fue entonces que descubrí el cine de clase B, de clase Z y en general el exploitaiton, todos estos términos traducidos por cintas de bajo, bajísimo presupuesto que abordaban la violencia y el terror. Conforme pasaba el tiempo buscaba géneros más complejos y películas atípicas: músicales punk, dramas sobrenaturales, comedias sardónicas, documentales contemplativos, chick-flicks. Descubrí a John Waters, David Lynch, Werner Herzog y muchos otros que alimentaron mi curiosidad.
Y no sé si fue la lagaña de perro o que ya estaba dañado a priori, pero lo cierto es que desde entonces veo el cine con una mirada distinta. Busco incansablemente detalles imperceptibles, los fantasmas que habitan el celuloide, las conexiones con otras obras de arte y también intento desentrañar las metáforas que construyen nuestra cultura cinematográfica.
[blockquote author=”” pull=”left”]Esta columna es un homenaje a esa manera de mirar.[/blockquote]
Una que concibe al cine como ficción pastiche y palimpsesto que construye la historia moderna. Especialmente aquellas que desde el margen han logrado provocarnos ira, repulsión, miedo, desconcierto, escándalo…
Ninguna película de ningún género ha causado reacciones tan diferentes como El exorcista (William Friedkin, 1973). Los cines en Estados Unidos se abarrotaron de filas interminables de personas que querían verla y en esas funciones cientos de espectadores se desmayaban, vomitaban o eran víctimas de ataques de psicósis temporal. Se trata de la primera película de terror que se convirtió en un verdadero éxito de taquilla. Público y crítica por igual la celebraron. Pero también desató un sinfín de leyendas, mitos, chismes y especulaciones en torno a la filmación y el origen de la historia. La trama, adaptación de la novela homónima de Willliam Peter Blatty (que vendió los derechos a la Warner Brothers incluso antes de publicarla), sigue el proceso de posesión y de exorcismo de una pequeña niña: la entrañable y grotesca Reagan. El exorcista tuvo tanta publicidad y notoriedad que logró arrebatarle los titulares al Watergate y desencadenó el rechazo de instituciones católicas que se horrorizaron con la escena de la masturbación con el crucifijo. Existe un antes y un después para el cine de terror con El exorcista, ya que fue una cinta que desafió todas las normas de lo que debía mostrarse en pantalla. La gente que la vio en la fecha de su estreno tuvo reacciones traumáticas y de horror puro, según relatan diarios de la época. ¿Por qué alguien querría experimentar algo así? ¿Por qué nos gustan tanto las películas de terror?
Yo vi El exorcista en sexto de primaria, cuando se estrenó la versión con escenas nunca antes vistas (entre ellas el famoso paso de la araña) y no tenía idea de que lo iba a enfrentar. No tenía antecedentes de la película, ni de las implicaciones históricas. Fui una especie de virgen cinematográfico que se enfrentó al más grande horror del séptimo arte. El resultado: meses de no dormir, pesadillas, traumas, terapias. Procesos que no fueron suficientes para desestimar mi anhelo de encontrar una película que me provocara el mismo terror. ¿Por qué? ¿Qué desató mi búsqueda?
Según, Jeffrey Goldstein, profesor de psicología social y organizacional en la Universidad de Utrecht, Holanda, uno busca cine de horror “porque deseas que te afecte. Eso es ciertamente verdadero en la gente que va por productos de entretenimiento como los filmes de horror, que tienen grandes efectos. Y ellos quieren esos efectos.” ¿Y cuáles son los efectos que los fans de las películas de horror buscan? Según Goldstein y otros investigadores, éstos “van desde el rush de adrenalina, la distracción de la vida mundana y el goce voyeurista de observar una situación horrible desde una distancia segura, como si viéramos desde la playa –asombrados y aterrados a la vez– un tiburón devorando a un surfista”.
Según otro especialista, Glenn Sparks de la Universidad Purdue, nos gusta ver películas de terror por cómo nos hacen sentir después de que terminan gracias a lo que él llama proceso de transferencia de excitación. Esto significa que al ver algo que nos asusta, nuestro pulso se acelera, producimos adrenalina y la respiración se interrumpe; pero cuando el filme acaba, los efectos residuales de esa excitación permanecen e intensifican las emociones que experimentamos como disfrutar y reír con los amigos. Esto quiere decir que en lugar de recordar el susto, el cerebro se concentra en los buenos recuerdos.
Otra razón de peso la podemos encontrar en las ideas de Aristóteles. Él creía que cierto tipo de historias trágicas provocaban algo denominado catarsis, que es una especie de purificación o de aprendizaje a través de lo terrorífico La catarsis enfrentaba al espectador a sus propias bajas pasiones al verlas proyectadas en los personajes de la obra, y al permitirle ver el castigo merecido e inevitable de éstas; pero sin experimentar el castigo en carne propia.
Según el psicólogo Glenn D. Walters, las películas de terror son atractivas debido a tres factores:
1) La tensión que nos producen con el misterio, el shock, el gore y el terror en cintas como La masacre de Texas o The Wizard of Gore;
2) La relevancia que tienen, ya que hablan de algo que nos interesa a todos (como el miedo a la muerte o la ira reprimida);
3) Por último, la irrealidad. Pese a la naturaleza gráfica de ciertos filmes como Hostel o Saw, en el fondo sabemos que lo que vemos no es real.
Un estudio dirigido por Deirdre D. Johnston reveló que hay cuatro tipos de espectadores del cine de terror: los espectadores gore, que tienen baja empatía, buscan muchas sensaciones y se identifican con el asesino; los espectadores de emoción, que se identifican más con las víctimas; los espectadores independientes, que se sienten motivados por el suspenso, y los espectadores problema, que se identifican con las víctimas pero generan un sentimiento de desolación.
Regresando a las investigaciones de Glenn Sparks, éste asegura que los hombres disfrutamos más de las películas de terror. Esto, según Sparks, se debe a que los hombres son socializados para ser valientes y disfrutar de las amenazas, con la idea de dominar tales amenazas y por otra parte, las mujeres son más propensas a buscar la cercanía física cuando se asustan, y es el momento idóneo para que los hombres muestren fuerza y valentía. El mismo estudio dice que los hombres disfrutan más una película de terror cuando la ven con una mujer que está asustada, y al revés, a las mujeres les gusta más este tipo de películas cuando las ven con un hombre que no está asustado.
Los factores evolutivos también se suman a la explicación de por qué disfrutamos el terror en la ficción: nuestro cerebro parece recompensarnos cuando evaluamos el peligro de una situación, una función que pudo ser de primera necesidad en los primeros tiempos de la especie. La amígdala, una zona de respuesta “primitiva” según los especialistas sostiene una agitada conversación con el cortex, de reciente adquisición evolutiva, lo que permite a los humanos interpretar los factores ambientales de un evento y responder con emociones, como el miedo. Esto por supuesto siempre con la distancia y la certeza de que lo que vemos es una obra ficticia.
No siempre fue así. Pienso en Llegada del tren (Hermanos Lumiere, 1895). Sólo bastaron 49 segundos de una imagen en movimiento para cambiar el curso de la historia. Llegada del tren no se pensó nunca como película de horror, pero tampoco se pensó como la génesis de un nuevo arte. Los creadores del cinematógrafo no sabían la trascendencia que tendría su invento. En este filme se empleó la técnica del travelling inverso, que permite apreciar la profundidad de campo y la imagen muestra la llegada de un tren a la estación La Ciotat. Si es verdad lo que cuenta la leyenda de que los espectadores de la primera función del cinematógrafo, en el Salon Indien Du Grand Café, en Paris, el 28 de diciembre de 1895, salieron huyendo del lugar porque pensaron que el tren los aplastaría, entonces, estamos ante la primera y la más grande película de horror. Una cinta que aún no definía las reglas en torno a la ficción y la realidad. Una que lograría transgredir en su génesis todas las primicias que el horror busca explotar en todos sus subgéneros, desde sus pininos hasta sus más brutales límites. Una película que lograría realmente volver loca a la audiencia como propone la ficticia, Le Fin Absolue Du Monde en la película Cigarette Burns de John Carpenter.
Yo creo que en el fondo las películas de horror plantean la incapacidad de los humanos de huir del mismo terror que son ellos mismos. En algunos casos la crisis detona problemas sin resolver, los evidencia. Pero en su mayoría, son esos mismos problemas los que afectan su juicio a la hora de enfrentarse a algo mucho más grande. Todos esos personajes pueden huir, pueden vencer al fantasma, resolver el misterio, hallar la forma de escapar, pero seguirán en su misma piel, cargando los mismos traumas y las mismos complejos. Lo complicado es huir de uno mismo. Cuando vemos cine de horror, intentamos eso: escapar. Sólo el miedo nos obliga a olvidarnos de lo que somos. C2