La atmósfera se ha teñido de una tonalidad rojiza, pegadiza, humedad constante. Se la siente en las piernas, entre el tobillo y la rodilla, con algo de frío. Sopla un viento repentino y de golpe se descuelga una llovizna despareja que repercute en el techo de zinc y retumba en el cielo raso de madera de la baranda. Es de noche y la lluvia sólo se ve en el haz de luz de un foco.

Ahora se levanta un nuevo viento que trae la tormenta decidida, pero pronto cesa y las gotas caen verticales, casi perfectas. Al cabo de unos minutos la calle a medio bituminizar empieza a crear arroyuelos en ambas márgenes, los charcos nacen y se desarrollan, desbordándose en cuestión de segundos; en la esquina el agua recoge otros caudales y se empantana, de lado a lado. La tierra se hace barro, y del barro nacen todas las cosas.

Lo primero que sale a la luz son sapos y ranas, teorías y divagues. Emergen tres muertos a danzar bajo la lluvia, los gatos cruzan veloces hacia otros nidos, una vieja con paraguas vuelve apurada porque es domingo y como siempre, hay algún indio merodeando por los alrededores.

No exagero. Los indios, es decir, sus descendientes, mezclados y entremezclados, batidos, rejuntados, barridos y echados, que pueden llegar a representar un porcentaje exacto y científico de la sangre nuestra de todos los días que corre por nuestras venas, por más pequeña o diluida que sea, existen. Y existiendo están siempre merodeando el ganado ajeno, aunque sea una vaca vieja y esté sorda de una oreja.

Pero la viejita es muy devota y se persigna cada vez que dobla una cuadra, y su mayor temor son los perros, más que los indios, porque hay de más y, sobre todo, se los escucha y no se los ve porque las calles están a oscuras, no tanto por la lluvia sino por la falta de iluminación, y eso sea responsabilidad de quien se ponga el sayo. Que yo no juzgo, después de todo, sólo estoy describiendo a una pobre viejita nerviosa, apurada por llegar de una buena vez a su casa (un ranchito de madera y latón, piso de tierra y barro).

Pero en los tiempos actuales esos neo-indios no es que sean malos, eso es un invento moderno e ideológico, sólo que de vez en cuando les sale algo de adentro que no admite demora, quizá la causa de los pueblos, yo qué sé, alguna revancha antigua, un decir hasta acá llegó, un pensar en Arerunguá, como en los tiempos en que estaba el jefe. Y escogen los días de lluvia para salir, pegados a la sombra más oscura de la noche, y vuelven lo más cerca posible de sus lugares.

Y cuando la lluvia arremete con más fuerza, porque ésta ha girado y ha vuelto, obligando a la pobre viejita a ladear un poco el paraguas para evitar el refilón de viento y agua, los tres indios se ponen de acuerdo y la hacen tropezar y luego se ríen porque la respetable señora está toda embarrada y parece una comadreja, le brillan el par de dientes que le quedan y los ojos casi blancos. Sin embargo la vieja no ha escuchado nada, ni menos ha comprendido qué sucedió. Se dijo que había sido un resbalón y al intentar levantarse volvió a caer. Entonces la lluvia era de plomo, y era dulce y un poco azufrosa.

Viene otro golpe de viento, una ráfaga fría que azota árboles hasta sacarle algunas ramas. Se va la lluvia, entonces, y cambiando de tonalidad el cielo, surge una estrella.

Hoy terminó el invierno. C2

Sobre el autor

Poeta, escritor y ensayista uruguayo. Ha publicado poesía y cuento en suplementos literarios de diarios tanto uruguayos como mexicanos, así como dos libros colectivos, Espigas Literarias I y II con cuentos y poemas.

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Poeta, escritor y ensayista uruguayo. Ha publicado poesía y cuento en suplementos literarios de diarios tanto uruguayos como mexicanos, así como dos libros colectivos, Espigas Literarias I...

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