Siempre me voy a encontrar con lo mismo, tampoco quiero que salga un alce, un cuervo, o un mapache, pero lo cierto es que al principio cualquier cosa es divertida, ahora cuando va pareciendo casi amenazante el mismo recorrido, la misma galera negra con la cintita violeta, y la gente alrededor aplaudiendo, admirando lo predecible, se complica.
— ¡Basta! Tírenme tomates —grito.
Es casi una acción mecánica, que consiste en chocar las palmas, hacer un ruido irritante y finalmente, por algún motivo inexplicable, sentirme satisfecho al escucharlo. Jode nuestra psicología esperarlo todo el tiempo.
¡Lo confirmo! Enfrento a que el grupo de magos reservados que no hablan de su vida privada me tilden de desubicado. Ya que estoy confesando frustraciones atípicas describo la primogénita: los magos no soportamos que nos aplaudan.
Si sabrán mis oídos el sonido crujiente y meditabundo originado en el tímpano, sucumbe las palabras críticas y constructivas por una devoción estúpida, y entonces no para, memoriza el ritmo, ¡simula moverlo! Como la rama de un árbol estallando contra un vidrio, esperan cinco segundos para destruir la percepción, y a cambio del tacto, la vista, el gusto, y el sentido del olfato, quedarnos tan solo con los aplausos. Y si bien odiamos el ruido despampanante, los gestos de admiración y las bocas haciendo comentarios contradictorios a sus expresiones, en algún punto (quisiera saber exactamente qué punto para borrarlo), lo necesitamos.
—Ustedes deben ser felices, cuentan; uno, dos, tres, y lo tienen —dicen varios estúpidos.
¡Gente ignorante! Creen que la felicidad se basa en alcanzar los objetivos de manera fácil, sin mover un pelo, porque son vagos. A nosotros, o a mí por lo menos, me gusta sufrir y quedarme a vivir un ratito en el intento, en la suerte inexacta que rodea la mortalidad y la inmoralidad, en el abrazo prestado que dura lo que dura un suspiro, esa piel que no está dispuesta a quererte, ni a alagarte, ni a brindarte una devoción inexistente. Esa piel que te decepciona y si es necesario te ahorca, pero que finalmente, no te miente, ¡te dice las cosas!
—No servís para las cartas Ramón, el conejo en la galera es lo tuyo.
Así me dijo una vez una persona a la que quiero mucho, por cosas de la vida, o mejor dicho, por los caminos que uno elige de manera subjetiva. Preferí contentarme, mimarme de a poquito, ir llenando temporalmente mi vacío; con aire, aire, aire, ¡aire! ¡Cientos de conejos iguales! Hay en todas partes: películas, cuentos, gargantas, a veces son once, a veces veinte, pero nosotros, los magos, poseedores de los conejos oficiales, sabemos que la cosa se pone fea en el conejo número cuarenta. Ni treinta y nueve, ni cuarenta y uno, ¡cuarenta! Ya no tenés juventud, no irradias renovación, se sufren las consecuencias. «No importa si el lagamorfo sale con moños, con un helicóptero, o no es un conejo sino un canguro», dicen los manuales de magos meditabundos.
¡Cientos de conejos iguales!
¿A qué me refiero con esto? A que la religión maga llamada «crean en lo que se les canta» no nos exime de problemáticas emocionales; algo que no podés desaparecer son los traumas personales, ahora cuando viene el electricista, ferviente católico y te dice:
—Quiero que haga desaparecer mis recuerdos frustrantes.
¿Qué tenés que hacer? Sacudir cinco veces su cabeza, divertirlo, sorprenderlo, y hacer que se olvide de sus conflictos.
—La varita esta me la prestó un hada amiga, porque la mía se cayó dentro del inodoro —aclaramos por las dudas.
Por ser adictos a los aplausos, vestimos siempre lo mismo, compramos ciento ochenta galeras negras por año y bañamos al mismo conejo del que siempre les hablo, el que corre por las calles, el que se escapa intermitentemente del encierro titulado como magia, es atrapado luego, sin cuidados ¡colocado en una jaula! Ahora lo estoy viendo. Me toca escribirle el número cuarenta en las patas, no se queda quieto, tengo miedo, ¡pavor! a que se cumpla la profecía, terror a que la gente aplauda y entonces pase lo que todos los magos sabemos.
Pensé en atarlas cuidadosamente, pasar un hilo transparente que las rodee, que se encargue de dirigirlas hacia arriba y entonces cuidar que… mejor voy al grano; desde que la primera pendejita no se asombró al ver salir un conejo de la galera, los magos hacemos terapia.
— ¿No entendés la sorpresa? La cosa esa está vacía y de pronto aparece el animal más popular, tierno y esponjosito, ¿no te gusta?
Nunca intenten imponerle diversión a un niño, porque va a terminar llorando y yendo a correr a los brazos de su mamá.
—Ese hombre que está allá me aburre mucho.
— ¿Tanto te cuesta chocar las palmas? —le señalo las manos para que entienda como se hace, pero la madre me mira resignada y la aleja de mí alcance.
Ahí comienza mí deterioro profesional y psicológico.
Luego del conejo cuarenta, toda magia provoca insomnio, jaqueca, y los más frustrante del mundo; la caída de orejas.
No es algo que pueda disimularse, voy a estar arriba de un escenario lo más tranquilo, y así, ¡de la nada! voy a verlas en el piso, las señalarán, criticarán, y finalmente seguirán aplaudiendo, van a creer que se trata de efectos especiales, de hilos invisibles, de trucos muy profesionales, básicamente van a pensar que es todo menos magia.
Luego del conejo cuarenta, toda magia provoca insomnio, jaqueca, y los más frustrante del mundo; la caída de orejas.
Esa noche, cuando las puertas del humor se abran y descubra, muy penosamente, que mis presentaciones ya ni pena causan, voy a meterme, sin esperar nada. No enloquecí, porque si lo analizan, con cuidado, es muy coherente, no dije que voy a volverme un conejo y entrar en la galera, quedarme viviendo ahí y no salir más a ninguna parte, ¡no!, dije que iba a ingresar en la galera con mi forma humana, lo cual representa algo muy racional, por el momento soy consciente de que provengo de la evolución del mono y no me creo un animal tierno, blanco, y esponjosito.
Ahora bien, transcurridas las tres etapas de un mago, que para aclarar, no son el nacimiento, ni el crecimiento, ni la reproducción, ni la muerte, voy a sentarme a llorar bajo la sombra de un álamo y saltar por diversos sitios, sacar los dientes bien para afuera, y comer muchas zanahorias, además de muffins, tortas y pepas, porque no podés parar una vez que le encontrás el gusto.
Etapas de un mago frustrado:
- Primera etapa: sacar conejos de la galera.
- Segunda etapa: sacar conejos de la galera.
- Tercera etapa (la más emocionante de todas): Caída de orejas, migración a la galera, y por último, «transformación coneja».
Supongo que es un poco pretencioso, la gente se conforma con ir a misa, pagar impuestos, no necesitar de los aplausos del resto y comer galletitas caseras. Sin embargo, estuve practicando la vida entera para este cambio: «cómo no morir desangrado». Para aclarar, las orejas no se caen místicamente, ¡lo quisiera! Un conejo deformado (supongo) e invisible, ofendido por no ser utilizado en ningún sombrero de copa, las corta vorazmente, con una motosierra.
No nos podemos dar el gusto de gritar, debemos simular nuestro sufrimiento y seguir con la actuación. Es mi momento, estoy tratando de que la sangre solo llegue al cuello, pero va deslizándose hasta la cintura, las veo en el piso, la gente no se detiene, la gente sigue aplaudiendo.
—Nunca admiré un truco como este —comentan varias ancianas.
En vez de llamar a la ambulancia critican hasta mi sangre, de todas formas me conviene que no la llamen.
—Sí, soy cero negativo, ¿y?, ¿cuál hay?
El dolor me consume entero, aun así, parezco retroalimentarme de una manera tóxica, por cada distanciamiento y choque, ¡palmas!, ¡palmas!, ¡palmas! Uno, dos, tres, ingresé.
Ahora todo es negro, muerdo contento un pedacito de lazo violeta, siento que emerjo, estoy subiendo, no es el cielo, son las manos estúpidas de otro mago desgraciado, es la primera vez que lo hace, parece emocionado, pobrecito, no sabe lo que le espera. Lindas orejas, pienso. Hace su truco con pasión porque recién empieza, pero cuando la sombra perturbadora, y asesina de alas, aparezca, ahí lo quiero ver… dos veces, tres veces, cuatro, cinco, hasta ahí todos somos buenos, luego de la palabra «constancia», la felicidad de todo humano y la carrera de todo artista se apaga.
Bah, estoy satisfecho porque no tengo que soportarlos, aunque… otra vez… lo siento, ¡no paran!, ¡mis orejas! Los conejos también tienen orejas, ¡no!, ¡basta!, ¡no aplaudan! Quiero gritarlo, ¡no aplaudan! Olvido que ya no manejo el mismo dialecto, escapo, ¡me aturdo! Adentro de la galera es peor, si sabía que hacía eco ni entraba. Encima el estúpido inservible lo actúa sin gracia, ¿qué? ¡Lo aplaudieron más! ¿Por qué carajo a mí nadie me aplaudía con ganas? Ahora por eso se van a convertir todos en conejos. Ahí me voy a reír, cuando termine su vida de humanos, se conviertan en magos, se les caigan las orejas y necesiten de los comentarios ajenos. Así que si entienden, más o menos, lo que significa evaluar de manera hipócrita nuestro trabajo, y… supongan que no somos magos, podríamos ser pandas, koalas, jirafas, mujeres, niños, hombres, gasistas, cantantes, profesores, empresarios o conejos, lo que carajo seamos, si entendieron lo frustrante que es escucharlo, por favor no aplaudan. Cada vez que sientan la aproximación de ese ritual fracasado, repitan en su mente:
—No necesito que aprueben lo que hago.
O coloquen un cartel que diga: «si aplaude tiene que pagar el doble, hagan cosas más productivas con sus manos, gracias».
Y ahí van a hacer caso. C2