Introducción
Alberto mira el espejo y se pregunta: ¿quién soy? Acaba de terminar la lectura de un texto que explica un descubrimiento excepcional: nuestro cerebro inició su crecimiento hace siete millones de años. Se siente hermanado con aquel lejanísimo ancestro, tal vez el primero de nuestra línea evolutiva. Entonces, mis genes me definen, concluye, no sin un cierto temblor de sus manos que todavía sostienen la hoja de afeitar.
Aquella lectura que había empezado durante un largo vuelo lo llevó hasta un libro inquietante.
Aquella lectura que había empezado durante un largo vuelo lo llevó días más tarde hasta un libro inquietante que presentaba una reflexión detenida sobre el reduccionismo como metodología última de las ciencias exceptuando las matemáticas, desde luego. En su madurez había empezado a entender que la nuestra es una especie que no solamente tiene una filogénesis sino también una historia.
Mientras leía sobre aquel descubrimiento que abrió la puerta a un ancestro genéticamente modificado (¡hace siete millones de años!) Alberto recordó unas líneas escritas por Stephen Jay Gould, publicadas en un viejo ensayo (2 de julio de 1999), The Human Difference, publicado en el New York Times. Si no recordaba mal, Gould había escrito que “tratamos de definir una frontera dorada, un criterio sólido para delimitar una brecha infranqueable entre la mentalidad y la conducta de los humanos y de las demás criaturas. Podemos haber evolucionado a partir de ellos, pero en algún momento de nuestro progreso, cruzamos un Rubicón que no dejó pasar a ninguna otra especie”.
La deriva genética de los últimos siete millones de años no apuntaba en una sola dirección.
La deriva genética de los últimos siete millones de años no apuntaba en una sola dirección: demasiada diversidad de géneros y especies como para pensar en una ruta predeterminada. Aquella trayectoria tendría más bien, la apariencia de una ramificación fractal. A partir de los siete millones de años, haría falta esperar más de cinco millones antes de que el primer homo tomara una piedra entre sus manos. En ese momento la ramificación se estrecha un poco y empieza a vislumbrarse un camino evolutivo más claro.
Días más tarde, mientras tomaba un café, Alberto habría de recordar la historia de un conocido observador de pájaros y de su libro sobre lo simple y lo complejo. El jaguar como arquetipo de lo complejo, aunque esté hecho de partículas sin identidad, según sus propias palabras. Los fenómenos emergentes implican niveles de organización, como cuando logramos comprender (¡ajá!) un teorema y no entendemos cómo no lo podíamos entender. Comprender es un nivel emergente. Claro que hay fenómenos en un mundo menos complejo que el mundo social, que ya tienen los rasgos de emergencia que hemos insinuado: la superconductividad es un ejemplo próximo al corazón de colegas muy cercanos. Hay una visión del mundo incrustada en las paredes de una catedral medieval que trascienden los materiales empleados en su construcción. Con esos mismos materiales se hubiese podido construir digamos, una pared muy larga e insignificante. El ladrillo no explica la catedral. La línea debió ser una rama fractal, concluyó Alberto.
Nota del autor. Lo que sigue es un borrador de un texto que encontré accidentalmente un día que asistí a un seminario sobre sistemas complejos. No dice quién es el autor, pero creo que es alguien que toma como suya la ciencia romántica de A. R. Luria, para oponerse al reduccionismo de la ciencia.
Después del primer (improbable) ancestro…hasta la cultura simbólica
La evolución no se detiene, pero no ignora el entorno. Ese lejanísimo ancestro, genéticamente modificado parecía haber iniciado una ruta evolutiva que desembocaba en nuestro presente. Somos una especie emergente cuyo desarrollo demandó, aparte de lo estrictamente genético, una creciente dependencia de la cultura. Es menester declarar que sin la base molecular no hay un problema que entender, pero sólo desde la base molecular, tampoco.
Para sobrevivir en un mundo hostil, nuestros ancestros recurrieron los unos a los otros.
Para sobrevivir en un mundo hostil, nuestros ancestros recurrieron a las herramientas de piedra, pero sobre todo, recurrieron los unos a los otros como nos lo recuerda Agustín Fuentes en su reciente libro (2017): The Creative Spark: How Imagination Made Humans Exceptional. Nuestro desarrollo como especie quedó condicionado por nuestra herencia genética y por la cultura a través de todas sus ediciones desde las más tempranas. Somos seres híbridos.
En su libro, The Cultural Origins of Human Cognition, Michael Tomasello (2005) avanza en esta dirección cuando sostiene que seis millones de años es un tiempo muy breve en términos evolutivos para que, en ausencia de un medio cultural y simbólico, emerjan las habilidades cognitivas necesarias para inventar y desarrollar herramientas, tecnologías y formas complejas de comunicación y representación. Las cosas se complican más si tomamos en cuenta que solamente durante los dos últimos millones de años el linaje humano mostró signos de estar cognitivamente por delante de las habilidades de los grandes simios. A partir de entonces la cognición humana, reiteramos, se distanció sensiblemente de cualquier otra.
Durante esos dos millones de años nuestros ancestros (género Homo) desarrollaron una serie de estrategias de supervivencia partiendo de la producción de herramientas líticas. Con ellas se inicia una adaptación del mundo a las necesidades y deseos de nuestro linaje. La velocidad de innovación y creatividad reflejada en sus herramientas fue en aumento: de un simple filo hasta un hacha bifaz con simetría. La simetría no era necesaria desde el punto de vista de la eficacia: más bien hay que considerar que en esas herramientas está ya incrustado un sentido estético. Más adelante, las pinturas parietales de cuevas como Altamira y Lascaux prueban el alto desarrollo de capacidad simbólica alcanzada por nuestros antepasados de hace ya unos cuarenta mil años.
¿Cómo se llegó hasta allí? M. Donald en su libro A Mind so Rare (2001), propone tres etapas para el desarrollo de las capacidades cognitivas de nuestra especie. La primera, marca el gran escape del homínido de su propio cuerpo en el momento en que adquiere control consciente de lo movimientos de su cuerpo y una memoria voluntaria. El escape se produjo cuando un antepasado fue capaz de producir un gesto deliberado que trasladó un significado a otro de su especie. Nace así la consciencia del otro como igual a uno mismo. Los movimientos controlados del cuerpo también se dirigen a la producción de herramientas líticas; la memoria voluntaria se refiere por ejemplo a la capacidad de traer al presente para activarlo, el proceso de elaboración de una herramienta cuya construcción uno presenció, digamos, el día anterior. Una situación que podríamos describir como “educar con el ejemplo”.
Una herramienta de piedra a la que se saca un filo hace tangible la intencionalidad propia de una acción que tendrá lugar posteriormente: nace la conciencia humana del tiempo. Se ha dicho que a partir de aquel tiempo el mundo se empezó a llenar de significado y fue justamente cuando nuestros ancestros cruzaron el Rubicón, saliendo de su cuerpo para establecer un vínculo con el otro.
La lengua oral, constituye el segundo momento del desarrollo cognitivo.
Aunque es muy arriesgado proponer fechas, con seguridad los últimos cincuenta mil años han sido testigos de una especie, homo sapiens, que poseía un lenguaje desarrollado que le servía para transmitir información sobre el mundo material y que además podía, a partir de su imaginación, describir simbólicamente un mundo derivado de sus acciones. La lengua oral, como una especialización del control consciente de los movimientos, ahora del rostro, constituye el segundo momento del desarrollo cognitivo. Hablaremos ahora de la tercera etapa de nuestro desarrollo cognitivo.
Comunicándose mediante gestos y vocalizaciones estos homos lograron actuar comunalmente y responder ante la agresión de un depredador. Esa coordinación social impulsaba una forma de aprendizaje colectiva que podía reproducirse para otros. El conocimiento se hacía distribuido. A nadie escapa la importancia que pudo tener el aprender de los demás, como estrategia de supervivencia. Sin dejar de lado la evidente herencia genética, la información extra genética que se acumula fuera del cuerpo ha tenido y tiene una importancia capital. En el arco de dos millones de años, pasamos de elaborar hachas de piedra a la invención del alfabeto y del sistema decimal. La mano sufrió transformaciones fundamentales que van desde asir una piedra a tomar un lápiz para escribir un poema, o tocar el piano.
Estas actividades intelectuales convocan una cantidad considerable de circuitos neuronales que de otro modo estarían, en el mejor de los casos, dedicados a otras funciones. Los movimientos de la mano para escribir son un ejemplo de “movimientos culturales”. Todos recordamos la lentitud y dificultad que vivimos durante los primeros tiempos de nuestra propia alfabetización.
La lengua y demás recursos simbólicos no sólo son mecanismos de comunicación…
La lengua y demás recursos simbólicos no sólo son mecanismos de comunicación sino, además, de representación. Se representa el mundo tangible y el intangible. Las pinturas de Altamira representan el mundo de las experiencias de nuestros ancestros y de su mundo imaginario. Los recursos simbólicos vinculan ambas formas de existencia. Más adelante, ahora a sólo cinco mil años de distancia, la escritura transformó de raíz el mundo de la oralidad al dar un cuerpo estable y externo, al símbolo.
La lengua oral permite un ejercicio de refinación de una narración; es como el trabajo de un escultor que pule y pule una escultura. Pero ese mismo ejercicio de se profundiza a través de la escritura. Inicialmente la escritura amplificó la memoria ofreciéndole un soporte externo. A medida que se desarrollaba, ese papel amplificador se convirtió en una tecnología que afectó profundamente los modos de pensar. La Grecia clásica es prueba fehaciente de la capacidad transformadora de la escritura. La escritura es también un espejo meta-cognitivo: cuando leemos un texto que hemos preparado unos días antes (o hace unas horas) nos reconectamos con nuestras propias ideas y vamos articulando mejor nuestro pensamiento, como en el caso del escultor. Desde luego, también nos conectamos con las ideas de otras personas cuyos textos tenemos a nuestro alcance. No importa si fueron escritos hace siglos. Una novela es un universo virtual que puede cambiar de raíz la vida de una persona. Uno podría tomar este hecho como una prueba de la sensibilidad humana ante el símbolo y las estructuras conceptuales que se construyen con ellos. Éste es uno de los territorios donde la fuerza de la escritura se hace tangible. Las matemáticas son un campo donde no sólo la escritura sino muchos otros sistemas simbólicos despliegan su capacidad de cristalizar las ideas y hasta de sumergir a una persona en un mundo de ideas que casi se pueden tocar. Tal vez allí se encuentre una raíz de la persistencia del idealismo platónico en las matemáticas.
Durante los últimos milenios algo profundo fue cambiando en nosotros.
Durante los últimos milenios algo profundo fue cambiando en nosotros que hizo posible la creación de sinfonías, de microscopios, de instrumentos digitales. Hay un proceso de enculturación que podemos reinterpretar como lo que Lev Vigotsky llamó proceso de internalización, a saber que los contenidos de nuestra mente son el resultado de un proceso de la refracción de los recursos que la(s) cultura(s) pone a nuestro servicio. No hay mente si no hay internalización en el sentido de Vigotsky. El pensamiento aritmético, por ejemplo, no es una capacidad innata del ser humano. Es un modo de pensar, como otros, que se instala a través de los instrumentos de mediación que las culturas ponen al servicio de las personas.
No hay algo equivalente en una mente ágrafa, explica M. Donald, a los circuitos que conforman las componentes neurales del vocabulario empleado durante la lectura.
La elaboración de tales circuitos requiere largos años de un intenso trabajo escolarizado que re-cablea la arquitectura funcional del pensamiento. La tecnología simbólica consiste en todos aquellos medios que empleamos para diseñar y producir libros, instrumentos de navegación, museos, calendarios, instituciones, el alfabeto, el sistema decimal y, más recientemente, artefactos digitales. Estas tecnologías están orientadas hacia nosotros mismos, a nuestra transformación a diferencia de otras que están orientadas a trasformar el medio material. Los seres humanos estamos entrelazados con una matriz cultural desde la infancia y nos beneficiamos cognitivamente de todo aquello que se ha ido acumulando en la memoria cultural a lo largo de siglos. Nuestra dependencia de la cultura es profunda: el carácter único de la vida consciente no puede entenderse plenamente si suponemos que todas las explicaciones residieran en el interior de nuestro cerebro. Cuando “instalamos” (internalizamos) un sistema simbólico, por ejemplo, durante el aprendizaje de la lengua materna, esto afecta las maneras como se configuran los circuitos cerebrales.
Hay pues un diálogo profundo entre el cerebro y los símbolos.
Hay pues un diálogo profundo entre el cerebro y los símbolos. La piedra de toque que sostiene este diálogo es la plasticidad del cerebro, es decir, su capacidad de respuesta ante en medio circundante. El aprendizaje es un ejemplo de la extrema plasticidad del cerebro humano. En otras especies este rasgo, aunque existe, está comprometido debido a que sus estrategias cognitivas están fijadas genéticamente. En el caso de los humanos, una expresión fuerte pero certera dice que el cerebro es lo que come. Si el ser humano hubiese vivido siempre en un medio estable y totalmente predecible, tal vez no hubiese sido necesario que nuestro sistema nervioso fuese aumentando (y reconfigurando) su plasticidad. Pero somos una especie que transforma continuamente su medio ambiente de modo que nos viene muy bien un cerebro con altísima capacidad de adaptación.
Al salir de un concierto acompañados de un amigo que además es pianista profesional, nos puede sorprender su comentario que el tercer violinista de la orquesta estaba ligeramente desafinado. ¿Cómo pudo detectarlo? La razón es simple: su oído ha sido transformado por la cultura musical. Algo semejante podemos decir de cualquier otro sentido: nuestro sensorio biológico es la precondición para transformar cada sentido en un sentido histórico, es decir, transformado por la cultura. Si vamos al médico y éste ve nuestra radiografía, puede alegrarnos el día: estamos sanos. Nosotros vemos unas manchas y claroscuros que no sabemos interpretar. Esa capacidad de interpretación no es una característica genética sino cultural. Es la capacidad de interpretación que empleamos al desarrollar el conocimiento científico: las ciencias son una gran y valiosísima colección de mapas, no de territorios. C2
Panosian Victor Hugo Alberto -
No olvidar cuando le preguntaron al Artista; como lograria tan bella escultura . Y el contesto solo supe desprender el marmol que sobrava.Es como aquel que concluyo La felicidad para mi es llegar tan cansado a mis noches; pues no poseo tiempo dd preguntarmelo.Manases=olvidar. Efrain=fructiferar.
Viridiana -
Estimado Luis Moreno
“La sal de la Tierra” sobre Sebastián Salgado
Saludos
Viridiana -
Buena reflexión… Acabo de ver el largometraje documental “Ayotzinapa, el paso de la tortuga” y me taladra una de tantas preguntas, nuevamente: ¿por qué somos tan bestias los humanos?¿por qué así? Soy bióloga, las posibles respuestas están ahí, hasta parecieran obvias, pero no: hay explicaciones entre “claroscuros que no sabemos interpretar”,… demasiados símbolos ¿quizás?