Celebramos el 150 aniversario del nacimiento de la científica Marie Curie.

Su mirada, su silencio, su rostro de impotencia. Su tristeza en los ojos. Gestos precisos que dicen sin palabras lo que mi hermana y yo ya sabemos, la noticia inevitable que esperamos desde hace horas.

Pero aún con la pena que irradian esos ojos y sus pasos lentos y agobiados, no encuentro en mi mente la fuerza para aceptar que se dirige hacia nosotros para darnos el reporte médico final.

– Hicimos lo imposible para mantenerla con vida, lo siento mucho. El personal del hospital está consternado y les envía el más sentido pésame.

El médico traga saliva y continúa:

– Era una gran mujer. Su legado es inmenso y jamás la olvidaremos.

Nos mira a Irene y a mí con firmeza para que nos quede claro. Se despide, da media vuelta y se marcha.

Así es la muerte. Llega irremediablemente a avisarnos que la vida sigue. A través de un velo vidrioso que cubre mis ojos apenas distingo el rostro de mi hermana, el de Fred, el de mi tía Bronya y su esposo, el de Paul y Jean Perrin. Nadie llora. Y pienso que no lo hacen para protegerme, porque saben que soy la más débil. Saben que si ellos se hunden yo me ahogaría en una pena muy honda.

¿Yo?

¿Y quién soy yo? Cuando ha nacido de pronto este fatal destino que me espera, cuando el camino delante de mí abre sus ásperas manos para conducirme a un barranco profundo, ¿quién soy yo?, ¿quién dejaré de ser?, ¿qué futuro abrirá su puerta y me invitará a entrar? ¿Quién soy, madre? No me lo has dicho, te fuiste de aquí sin decírmelo. Siento que algo pesado me oprime el corazón y estallo en llanto. Un llanto que no puedo contener y que lava sólo una ínfima parte de mi dolor.

Me tranquilizo un poco y escucho la voz de Irene:

– ¿Estás mejor?

Hace una pausa, respira profundamente y dice:

– Hermana, lo único que sé es que tenemos que ser fuertes. No nos queda otro camino. Ella ya está descansando.

Con los ojos cerrados escucho esa voz que me taladra los oídos. El tono me fastidia. Insiste, me dice cosas que no deseo escuchar. La angustia que se esconde en sus frases no quiere ser descubierta, pero yo la desnudo y la veo con claridad. Pobre. Ella se ha quedado a cargo de todo. Mi hermana mayor. Mi madre menor.

– Ven, vayamos a verla –dice.

Aun cuando mis ojos quieren quedarse así, cerrados, vacíos, perdidos en un pensamiento donde no existe nada, asiento. A pesar del océano que ahoga mi cuerpo, asiento. ¿Hay alguna otra posibilidad?, ¿me queda otra salida? Mi deseo de morir es infantil. No es mortal, es sólo una ilusión, un puente oscuro que quiero caminar para ver qué hay del otro lado de ese río que acaba de cruzar mi madre.

Al salir del hospital y respirar un poco de aire fresco, un dejo de energía entra en mis venas trayendo un pensamiento. Tengo un concierto en Praga a finales de julio, tres semanas después otro en Roma. Sal, Eva, la vida son esos compromisos. Arranca de tu piano la música que necesitas para recordarla.

Y me oigo decirle a Irene:

– Voy a escribir a Praga para cambiar el programa. Mamá adoraba a Chopin, así que inundaré con su música el aire de esa sala de concierto.

Mi hermana sonríe. Me da un beso y acaricia mi cabello. Siento el calor de sus manos, siento que a través de ella mi madre aprueba mi intención.

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Marie Curie con sus hijas, Irene la mayor y Eva, la menor.

Al día siguiente, en los titulares de algunos periódicos, aparece la noticia: muere a los 67 años Marie Curie, una mujer que dedicó su vida a la ciencia, única mujer galardonada con dos premios Nobel. En la prensa de derecha las notas de odio y xenofobia hacen languidecer las expresiones de verdadero duelo. Excelsior: María Sklodowska, científica polaca, ha muerto lejos de su país. Seguramente se la llevarán pronto. Le Journal: Ex amante de Paul Langevin muere de anemia perniciosa.

Irene y yo vamos a la Sorbona tres días después del sepelio en tierra francesa. Sabemos que es un deber desocupar cuanto antes su oficina. Su cátedra será ocupada por alguien más, la Universidad acomoda sus piezas de prisa. La cátedra que ahora deja vacante le fue ofrecida a la muerte de mi padre; el mecanismo no se detiene, es un reloj de precisión que marca el pulso de la inteligencia de Francia. Alguien se va, alguien suple.

Tardamos un día completo en organizar y empacar libros, notas, diplomas y premios, los recuerdos que tenía de sus reuniones científicas, las fotografías de nosotras, las plantas que cuidaba con esmero. Mientras empacamos, colegas y alumnos pasan a la oficina a expresar condolencias. Cada vez que tocan a la puerta nuestras miradas se cruzan sin decir nada. Es un ritual necesario. A pesar de que cada uno de los pésames nos recuerdan la pérdida, nos hacen aceptarla y dejarla atrás. Nos llevamos todo en cajas grandes y pequeñas.  No tengo palabras, ni siquiera pensamientos difusos, para explicarme el significado de lo que siento. Un vacío seco, roto, negro, amargo. Y más allá de cualquier adjetivo, está el reflejo de la luz que rompe el vidrio de tantas dudas que se amontonan dentro de mí.

– Irene, ¿qué haremos con todos estos cuadernos? Aquí está la vida de mamá, en cada una de estas hojas. ¿Te das cuenta? –me oigo decir sin vacilación en el mismo instante en que el pensamiento me asalta.

Mi hermana tarda en contestar y siento que me cuestiona con su silencio.

– Guardaremos todo, después lo donaremos a un museo.

– ¿A un museo?

– Sí. No lo enterraremos en el sótano de la casa. No nos pertenece.

Tengo en la punta de la lengua lo que quiero responderle, pero algo me detiene. Mi hermana me mira con serenidad, como si la duda que ve en mi rostro no le causara sorpresa. Se da cuenta que deseo decir algo, mas no me presiona. Al final digo:

– Voy a escribir su biografía.

– ¿La vida de mamá?

– Sí, su vida.

Baja la vista y no dice nada. Es su forma de terminar con una conversación que no desea seguir. Continúa empacando cosas.

– Sé que nunca he escrito nada, que la música me ha robado cada segundo de mi existencia. Pero voy a hacerlo. Tengo que hacerlo, Irene. No sólo es importante que el mundo la conozca bien, es importante para mí conocerla. De niña odiaba su laboratorio, ¿lo recuerdas? Y no puedo decir que en mi edad adulta haya cambiado mucho ese sentimiento. Necesito recordar esos días para saber el porqué y no sentirme culpable.

Irene me mira como si escudriñara la insensatez de un niño. Quiere encontrar en mis ojos una señal que le diga que no debe preocuparse. No quiere distracciones, sus propias obsesiones son tan intensas como aquellas de su progenitora y maestra. Sabe bien que no puede cuidarme, que su propia vida es difícil. El tiempo apenas le alcanza para estar en el laboratorio. Me quiere, soy su hermana, pero no tiene tiempo para mí.

– La música dice más que todas las palabras juntas. No puedes dejar el piano después de tan inmenso esfuerzo, no ahora que has llegado al sitio que deseabas.

– No lo dejaré, podré con ambas cosas. El piano exige día a día, sin embargo también otorga quietud. Durante las giras aprovecharé para escribir, para entrevistar a sus colegas más cercanos. En Alemania, en Inglaterra, aquí en Francia. Seguramente me dirán muchas cosas que desconozco. Escribir sobre ella será la mejor forma de atenuar este dolor que siento, y de paso descubrir qué quiero de mi vida. Tú lo sabes bien, yo no.

Respiro profundamente. Me siento bien por haberlo dicho, por vencer ese nudo que siempre he tenido cuando mi hermana me juzga.

– Los artistas somos diferentes a ustedes –me animo a continuar. Vamos por la vida como aves presas de miedo, buscando una protección que nunca es suficiente. La música me trae aplausos, amor, aceptación, pero no me dice por qué los necesito.

– ¿No te parece inútil preguntarte eso a la edad que tienes?

Irene me observa con una mirada distante. Para ella esos cuestionamientos son tontos. Ha a aprendido a ser tan racional como mamá.

– Escribir sobre su vida sería encontrarme a mí misma. No quiero pasarme los años haciéndome preguntas que no puedo contestar. Quiero saber qué pasó con ella cuando nuestro padre murió. Lo que sintió y sufrió. Yo tenía dos años y no lo recuerdo, aunque lo debo llevar dentro de la piel. ¿Soy como soy porque así era papá, o porque ese accidente cambió mi vida?

– ¿No sería más sencillo dejar el pasado, ser como podemos ser ahora y ya?

– No. Y si lo que quieres decir es que sería más cómodo, tampoco.

Irene mira a su hermana como la madre miraba a su hija pequeña, con la angustia de no saber comprenderla, de no saber atrapar en su mente racional el sentimiento que expresan sus ojos.

– Eva, me parece hermosa tu idea. Sin embargo me preocupa.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– Es sólo la biografía de mi madre, con datos, con referencias.

– Prométeme algo. Si no lo logras, es decir, si no llegas al final, no te transformarás.

Veo a mi hermana con ternura y comprendo lo que dice.

– Te lo prometo.

Irene sonríe y agrega:

– ¿Se lo contarás a Paul?

– Claro, él la conocía mejor que nadie. Fue parte de su vida. No me importa desenterrar aquellos días cuando nos escondíamos asediados por la gente que quería destruirla. A partir de aquel año la cara de mamá perdió toda expresión. Mira las fotografías. No deseo vengarme de nadie Irene, sólo quiero que su vida sea conocida. Tanto le dejó a este país que quiero que la recuerden. Pero lo más importante es conocerme a mí misma, arreglar cuentas dentro de mí. Voy a pensar en este proyecto durante unas semanas y después de mi concierto en Praga iré a Varsovia. Empezaré allí, con sus hermanos y primos… nuestros tíos. Mamá nunca tuvo tiempo para llevarnos. Me encantará conocerlos.

Irene y Marie Curie, 1925.
Irene y Marie Curie, 1925.

Después de esa tarde jamás volvimos a tocar el tema. En realidad nos veíamos poco. El trabajo de mi hermana en su laboratorio le absorbía todo el tiempo. Ella y su marido, tratando de comprender el fenómeno de la radioactividad artificial, apenas salían del sótano del instituto fundado por mi madre años atrás. El descubrimiento del neutrón se les había escapado de las manos, el del positrón también. No querían otro descalabro. Llevaban años de convivir con científicos de todo el mundo y sabían que la competencia era descarnada, cordial pero agresiva. Sabían bien que para descifrar el enigma de la naturaleza no bastaba con el talento y un laboratorio adecuado, sino ante todo del esfuerzo diario. Después de años de convivir con científicos aprendí que nada es peor para alguien que se dedique a la ciencia que ver el brillo sutil de un fenómeno y no saber comprender su significado. Paul me lo decía así cuando era niña: mira la Luna, mi amor, para la mayor parte de la gente es hermosa, está ahí y punto. Para nosotros es un enigma, porque no entendemos qué la llevó ahí.

Los experimentos de mi hermana y Fred eran únicos y asombrosos. Querían comprender por qué razón el aluminio se convertía en fósforo al ser bombardeado por núcleos de helio. Observar no era suficiente, lo que marcaba la genialidad era la comprensión, conocer las causas, saber la razón de esa transmutación maravillosa. Los físicos nucleares de todo el mundo estaban pendientes de lo que ocurría en el número 22 de la rue d’Ulm en París, de los misterios que indagaban en los profundos cimientos de la materia. Sin decírselo a nadie, incluso sin aceptarlo, Irene buscaba el premio Nobel con cada una de las células de su cuerpo. Menos que eso, nada.

Eva Curie con su madre
Eva Curie con su madre

Absorta en sueños menos universales, mi vida transcurría con un poco de más calma, ocupada sobre todo en la preparación de mis conciertos. Quizá tenía el mismo vacío existencial de mi hermana, pero al menos no luchaba dentro de mí contra fantasmas tan férreos. El arte es otro tipo de pasión, igual de intensa aunque más sutil. El artista cava en la arena de otro desierto, hace surcos imaginarios y entierra sus agonías en las pequeñas grietas que abren sus conquistas diarias. Mis notas sobre la biografía de mi madre iban creciendo poco a poco. Aprovechando giras por las ciudades de Europa, escribía en hoteles, trenes, restaurantes, con la misma disciplina con la que ensayaba mi música. El acto de escribir me daba tranquilidad y un complemento necesario para no odiar el piano, que era más exigente que los hombres que había tenido en mi vida. Cuando después de meses de gira regresaba a París, revisaba las notas y trataba de aclarar el galimatías que se iba acumulando en mis cuadernos. Leía y releía cuanto había escrito y, sin notarlo, el tiempo se me escurría entre las manos. Mis amigos dejaron de buscarme, no podían contar conmigo para fiestas o salidas al campo. No tenía tiempo libre.

En dos años entrevisté a decenas de colegas cercanos a mi madre; a profesores importantes como Albert Einstein, Niels Bohr, Ernest Rutherford, Jean Perrin. Mis credenciales eran estupendas: hija menor de Marie Curie, y además pianista y escritora. Eso me abría las puertas de estos grandes hombres llenos de compromisos y dedicados en cuerpo y alma a la búsqueda de la fama. Una amiga de mi infancia que estaba al tanto de mi proyecto, Claire Nadis, la única que soportaba mi cerrazón y que en ocasiones me buscaba, me decía en broma que eran mis ojos verdes lo que en realidad me abría las puertas de esos sabios. No me importaba si tenía razón o no, el hecho era que me presentaba ante ellos y sin dudarlo me obsequiaban horas de conversación, en las cuales absorbía como esponja lo que me decían. No tomaba notas. Era importante que mis conversaciones fueran naturales y espontáneas, cualquier actitud que denotara algo de formalidad podía bloquear los recuerdos que tenían de mi madre. Los invitaba a tomar un café sin advertirles sobre mis intenciones y aceptaban con gusto y con curiosidad.

“Tus padres, Eva, fueron las únicas personas en la cima del intelecto humano a quienes nunca corrompió el poder del prestigio”, me dijo el profesor Einstein una noche lluviosa en Bruselas. Me miró como si mirara una nube y depositó en mis ojos un gesto que nunca olvidaré. No era mirada de cariño, sino de remordimiento. “Tu madre hizo crujir los cimientos de tres mil años de ciencia, querida niña, al encontrar en las entrañas de la tierra una luz tenue jamás vista por el hombre”, me dijo Ernest Rutherford una apacible mañana en Londres, casi en su lecho de muerte. “Enseñó a toda una generación de científicos que los secretos que guarda celosamente la naturaleza pueden hallarse tarde o temprano si dedicamos la vida a ello”. “Ta mère, ma petite fille”, me dijo Jean Perrin en un café de Dijon un día de verano de 1935, “tuvo la certeza de poder encontrar restos de luz en el corazón de la Tierra misma, luz que provenía de la génesis de su creación. Y el esfuerzo que hizo para demostrarlo fue inmenso. Todavía recuerdo su terquedad para buscar en toneladas de lodo apenas un miligramo de radio”.

Cuando me despedía y llegaba a los hoteles donde me hospedaba, de inmediato escribía las frases que más me había gustado escuchar, frases que me parecían gratas y luminosas. Y en la soledad de esos cuartos de hotel, lloraba. No podía evitarlo. Lloraba porque cada una de esas palabras entraba en mí como destello del pasado, de mi infancia, de las horas interminables esperando a que mi madre saliera de su laboratorio y llegara a casa. Lloraba porque mi existencia giraba en torno a esa ausencia, que ahora era doble, y que nunca podría llenar así escribiera todas las palabras del mundo. Lloraba porque llorar me hacía bien.

Paul Langevin
Paul Langevin

Paul sabía que yo escribía la biografía de mi madre, pero nunca me preguntó nada ni hizo el menor comentario. A sus oídos llegaban noticias de mis encuentros con físicos famosos, sobre todo de su gran amigo Einstein, quien, después lo supe, le dio los pormenores de nuestra charla en Bélgica. Y pacientemente me esperaba. Sabía que tarde o temprano lo buscaría. Si alguien podía dar sentido a mi obra era él. Mucha de la información recopilada no hacía más que converger en todos aquellos momentos en los cuales Paul había sido juez y parte. Mi madre se enamoró de ese hombre cuando habiendo perdido todo contacto con la vida sentimental, la ciencia fue el altar de su vida. Fue Paul quien la pudo sacar un poco del laboratorio. Así que la única persona capaz de dar a mi libro el rostro íntimo, de carne y hueso que yo intentaba dibujar con mis palabras, era Paul. Paul Langevin, uno de los físicos teóricos más importantes de Francia, aquél quien delineó la teoría del magnetismo, del caos, e incluso de la relatividad, años antes de que el profesor Einstein lo hiciera. Sin embargo, de haber recurrido a él desde el inicio mi ánimo se habría estrellado contra una montaña de dudas y la biografía que quería escribir se habría convertido en una novela. No era ese mi propósito y Paul lo intuía. Fue increíble para mí que durante tardes completas, sentados en algún café de la calle Mouffetard, o en alguna sala del Collège de France, me hablara sobre la organización antifascista que presidía, sobre la vida académica de la École Supérieure de Physique et de Chimie Industrielles, donde mis padres se habían conocido, sobre los vientos de guerra que se respiraban en Europa, pero jamás sobre mi proyecto. Lo quería como si fuera mi propio padre. Admiraba su valor y entereza. Ningún científico francés dedicaba tanto tiempo al servicio a la patria, sin desatender el amor a la ciencia. El fascismo era un cáncer que se apoderaba poco a poco de una gran parte de la población y él sufría por su impotencia para detener el absurdo. Años después, cuando los alemanes lo tomaron preso en las puertas de su amada Alma Mater, supe de los grandes riesgos que había asumido antes de que estallara la guerra. Y en ninguno de esos momentos me hizo sentir que le quitara el tiempo.

Dije antes que en Varsovia habría de iniciar la búsqueda de las raíces de mi madre y así fue. Era claro que si en algún lugar podía encontrar las respuestas a muchas preguntas que me hacía con frecuencia, era la ciudad natal donde su familia vivía. ¿Qué había llevado a mi madre a la ciencia? ¿Por qué razón en París? ¿Cómo fue su infancia en Polonia, cómo la educaron? ¿Cómo era el carácter de los polacos, su determinación? Durante las dos semanas que pasé en la ciudad de Varsovia descubrí muchas cosas. Que la pasión por la investigación científica fue sembrada cuidadosamente por mi abuelo materno, Vladislav Sklodowski, profesor de matemáticas y física en una escuela secundaria. Él le puso esa simiente en su cabeza, la impronta del conocimiento, la decisión de dedicar la vida a tratar de comprender la materia con la que estaban hechas las cosas. A pesar de que eran tiempos difíciles mi abuelo no dejó jamás de enseñar a sus hijos. Polonia estaba dividida en tres regiones y el espíritu de la nación polaca, que se expresaba más en la capital que en la provincia, estaba quebrantado por los rusos mediante la tortura y la muerte. El zar Alejandro II quería para Polonia la ignorancia, para poder dominarla y socavar cualquier signo de nacionalismo. Así que para el padre de mi madre era absolutamente vital que sus hijos fueran libre-pensadores y rebeldes. En Polonia, las oportunidades para las mujeres de obtener una educación universitaria eran casi nulas, así que de mi abuelo recibieron todo el apoyo para irse al extranjero a estudiar.

Otra persona despertó en mi madre el amor por la ciencia: su primo Józef Boguski, quien fue asistente de Dimitri Mendeléyev en el Instituto Técnico de San Petersburgo, químico ruso y creador de la Tabla Periódica de los elementos. Mi tío tenía largas conversaciones con mi madre, en las cuales ella quedaba fascinada con las historias que le contaba sobre los estudios de uno de las grandes genios de la química. En los cuadernos que mi hermana y yo habíamos recogido en su oficina de la Sorbona, estaban escritas numerosas anotaciones relativas a esos encuentros y reflexiones sobre las cartas que su primo le enviaba a París. La correspondencia entre ellos estaba llena de nostalgia y de gratitud. Gracias a su primo, mi madre veneraba al hombre que muchos años antes del descubrimiento del polonio y el radio, y del propio átomo, había concebido una tabla que agrupaba ordenadamente tanto los elementos conocidos como algunos desconocidos. Sólo un genio pudo ver, tiempo antes de que el concepto de átomo llegase a ocupar un lugar en la ciencia, que el acertijo de la materia era periódico y de increíbles propiedades químicas. Sin embargo, a pesar de esa veneración, mi madre tuvo un cierto desencanto con el sabio ruso. En uno de sus cuadernos estaba anotada la fecha, 5 de septiembre de 1902, cuando Mendeléyev visitó a mis padres en París para conocer en persona a los descubridores de la radiactividad, fenómeno que no estaba seguro de comprender y sobre el cual tenía pensamientos encontrados. Mi madre escribió, subrayando con dos líneas rojas, una frase que decía: “Al sabio no le emocionan nuestros experimentos actuales y cree que la fosforescencia del sulfuro de zinc tiene una causa estructural. Lástima.” Cuando leí esa frase desde luego no la comprendí; después Irene me explicó sin muchos tecnicismos lo que eso significaba.

– Un material es fosforescente cuando tiempo después de ser iluminado sigue emitiendo luz aun en la oscuridad. Es como si la luz se perdiera dentro de un laberinto interno en el material y poco a poco fuera escapando de él.

– ¿Y eso pasa?

– Sí, en cierta medida. La emisión de luz de un material que antes fue irradiado ocurre como si en el interior se abrieran puertas al exterior. Es algo hermoso.

Mi hermana se veía cansada aunque bastante feliz. Acababa de ganar el premio Nobel, junto con su marido, y no seguir con la lucha interna para lograr esa distinción la relajaba. Ahora sólo esperaba de la promoción a la titularidad en la Sorbona. De mi obra nunca más mencionó nada.

Escarbando en el pasado familiar, descubrí cosas que no imaginaba. Descubrí, por ejemplo (y lo digo así, retóricamente, para acotar la enorme lista de cosas que no tiene caso nombrar), que mi madre nunca tuvo el cariño de su progenitora, que sufrió durante toda su infancia un rechazo constante e incomprensible. Enferma de tuberculosis, mi abuela le gritaba que no se acercara a ella. Gritos de angustia, de impotencia, de amor. La enfermedad se contagiaba con el contacto y se sabía de sobra que los niños morían sin remedio alguno. Sin embargo, para una niña que no comprendía del todo esa razón terrible y dolorosa, el rechazo era una puerta que se abría poco a poco a la tristeza que se labraba en el interior de su mente. Durante las semanas que pasé en Varsovia comprendí que su sonrisa había quedado enterrada en el cementerio municipal de esa ciudad, lejos de París, de su niñez. Durante meses, a cada línea que escribía, me lastimaban esos años de una infancia en los cuales mi madre perdió a la suya y a su hermana mayor. Seguramente la recordaba en su lecho de muerte, con un dolor en la mirada que hasta su último suspiro fue su fiel acompañante.

¿He dicho que mis padres acudían asiduamente a sesiones de espiritismo? No, creo que no lo he mencionado por vergüenza, porque no acepto ese hecho, tan ajeno a la ciencia que practicaban. ¿No era eso una contradicción? ¿Una vida empleada en fundir, en el crisol del racionalismo, la materia con que la naturaleza elabora sus caprichos, en paz con el ritual de la superstición? ¿Buscaba Marie Curie, en el teatro de esa superstición, convocar desde los muertos a la madre que nunca tuvo? ¿O era su racionalismo un escape para no caer en las garras de ésta? No lo sé. Son preguntas que se han ido con ella y no tengo la más mínima idea de cómo responderlas. Mis padres tuvieron largas sesiones con una médium llamada Eusapia Paladino, una mujer napolitana que vivía en París y que apenas hablaba francés, aunque no hay demasiadas referencias sobre estas reuniones. Lo poco que está escrito aquí y allá es que era iletrada y fraudulenta, y por eso me sorprende que lograse subyugar a verdaderos científicos. Mi triste conclusión es que estos sacerdotes de la ciencia son de tan de carne y hueso como cualquier ser humano, tan ávidos de experiencias místicas como el más racional. O dicho de otro modo, pienso que explorar los terrenos que separan la vida y la muerte es una aventura que todos queremos realizar.

Ya tenía varias libretas escritas y las ideas organizadas, cuando un día, después de casi dos años de haber iniciado mi aventura como escritora, me percaté de que lo que llevaba escrito no tenía ningún valor literario, que mi manuscrito era sólo un amasijo inconexo de frases sin ritmo, sin entonación, sin fluidez. De mis dedos se habían escurrido miles de palabras, pero éstas eran sólo eso, palabras sueltas sin ningún ritmo, no una lectura armoniosa y estética. ¿Qué hilo narrativo atraparía a mis posibles lectores para llegar al final de la biografía de Marie Curie?

Eva Curie.
Eva Curie.

Me sumergí en una depresión profunda. Recuerdo bien la fecha por la algarabía que se escuchaba en las calles: 14 de julio de 1936. Los festejos por la toma de la Bastilla inundaban la ciudad. Ese día me di cuenta de que yo no era escritora, y que aquella duda que Irene había expresado dos años antes caía como un mazo en mi cuerpo. Darse cuenta de que lo que uno quisiera lograr está más allá de su capacidad es un duro golpe a la autoestima. La depresión me duró semanas, durante las cuales abandoné el piano y a los pocos miembros de la familia que de cuando en cuando veía. Deambulaba por el Bois de Boulogne como un fantasma, no quería hablar con nadie, no quería toparme con rostros inquisidores que me examinaran. No tenía la menor energía para hacer nada, de corregir mi manuscrito, de rehacer el rumbo al que me habían llevado las alas de un entusiasmo insensato, que nunca estuvo preparado para volar sobre terrenos desconocidos para mí.

Pero de todas formas seguí, porque dejar el trabajo de dos años inconcluso habría sido el peor insulto a mi madre. Seguí con cansancio, sin tomarme pausas para pensar, para reflexionar. Ahora que veo en las librerías y bibliotecas del mundo la biografía de Marie Curie, escrita por su hija, me pregunto si no hubiera sido mejor escribirla ahora que soy vieja, ahora que el cristal de la madurez filtra y pule mis recuerdos. Después de todo, el tiempo se lleva la ineptitud y nos deja un poco de sabiduría. No me arrepiento de haberme volcado a escribir como lo hice, pero si hoy lo hubiera hecho, sé que aquella obra que desgarró mi interior habría sido mejor contada. La narración requiere de un oficio y era lo que menos tenía en aquellos años en los que todo me resultaba aterrador: la guerra, la muerte, los recuerdos. Mi mediocridad. ¿Cuánto pudor quedó entre líneas, cuánta tristeza volando sobre el papel como un águila que nunca pudo aterrizar en el terreno de la prosa álgida que me sofocaba? Ahora es la vejez de mis 90 años la que me sofoca, aunque me sobra la tranquilidad para pensar, para preguntarme a mí misma cosas que antes me parecían prohibidas. Un océano de años y de agua me separa de aquellos días, mas nada he olvidado. Por el contrario, si la memoria senil tiene alguna magia, es la de traernos la claridad en cada uno de esos segundos con que el reloj machaca nuestra vida. Quizá escribir sobre mi madre sesenta años después de su muerte hubiera sido la obra que yo buscaba, o la obra que me buscaba a mí.

Me cité con Paul a finales del mes de octubre de 1937, en un café de Montmartre. El día pululaba de gente y esperpentos, de bohemia e histeria colectiva. Siempre me ha parecido que esa loma de París cuenta la historia de Francia con el ánimo deshecho, atrapado en el vidrio de una copa de vino. Pero ahí, la vida existe.

Paul había regresado de Londres apenas unos días antes, derrotado por no haber convencido a parlamentarios del gobierno inglés de adoptar una política más firme contra Hitler. Él y otros científicos y artistas llegaron a Londres con la esperanza viva, y regresaron a Francia con el ánimo por los suelos. Tan pronto vi su rostro, supe que había fracasado. Nos abrazamos con ternura.

– Los ingleses saben de los planes de Alemania pero son demasiado pulcros en su diplomacia como para atajarlos frontalmente. Esto va a explotar mi querida Eva, tendrás que irte de Europa.

Me quedé sin habla tratando de evaluar lo que mis oídos escuchaban. No sabía qué decir. Lo había ido a buscar porque estaba preparada para hablar de mi madre y no era justo que me plantara frente a él para hablar en forma egoísta de un tema tan personal. Lo que acontecía en Europa era importante y me sentí mal por permitir que mi cabeza estuviera en otro lado.

– ¿No hay forma de pararlos?

– Tal parece que no, la maquinaria de la guerra está en marcha. Vienen tiempos difíciles. Esto será peor que la guerra anterior. Pero hablemos de otra cosa. ¿Terminaste?

Me quedé mirando la tranquilidad de sus ojos y esbocé una pequeña sonrisa. Siempre pudo leerme mi pensamiento, desde aquellos años en que salíamos al campo, cuando mi hermana y yo éramos aún niñas. Me miraba a los ojos y en un instante atrapaba el pensamiento que revoloteaba en mi cabeza.

– ¿Te molesta que te haya citado para eso?

– Claro que no, veía pasar el calendario sin recibir tu llamada y eso me entristecía.

Lo miré y casi se me desprende una lágrima. Pero contuve el sentimiento y continué:

– Sigo sin ver la luz al otro lado del túnel, aunque siempre supe que no podría terminar sin ti. He dejado mi alma en más de doscientas cuartillas Paul, y ahora lo que más quiero es hundirme en ellas para rescatarla. ¿Me vas a ayudar?

– No es la palabra adecuada. Te voy a contar lo que deseas saber, sólo eso. Tú sabrás si eso es la ayuda que requieres.

Tenía razón, así que asentí. La atmósfera del pequeño lugar donde estábamos era la guarida de mi miedo y pensamientos. El sitio estaba lleno, la gente conversaba ajena a lo que ocurriera a su alrededor. ¿Por qué somos los franceses como somos? ¿Tan egoístas, tan discretos, tan autosuficientes? Paul dio un sorbo pequeño a su café, pasó las manos por sus sienes e inició un lento recorrido por sus recuerdos. Su voz era muy baja, pero yo entendía todo con claridad. Recuerdos primeros en los cuales yo no había llegado a la vida; París a finales de siglo, mi madre conociendo a mi padre, después mi nacimiento, mi infancia, el primer premio Nobel, la muerte tonta de mi padre. Escuchaba su voz pausada y con ese hilo recomponía dentro de mí las miles de imágenes que había escrito durante meses. Me había preparado para ese encuentro con decenas de preguntas, y Paul las iba contestando una por una sin necesidad de hacerlas. Al ir recorriendo el pasado con la sensibilidad de su inteligencia, éstas se desvanecían, parecían pompas de jabón que se rompían en mi cabeza. Dos o tres personas en mesas contiguas miraban a ese hombre canoso que hablaba sin interrupción de mi parte, mas al instante regresaban a sus asuntos. No lo interrumpí en casi dos horas, no porque su monólogo fuera fino y melodioso, que lo era, sino porque no quedaba nada suelto en la historia que me contaba. O casi nada.

Al terminar, después de esas horas que habían transcurrido sin pausas, miró fijamente el café frío dentro de su taza y dijo:

– Espero haber recordado todo.

Yo miré hacia la calle y no respondí. Él comprendió mi silencio.

– Anda, pregúntame lo que te atormenta.

Sentí una pequeña contracción en la garganta, pero me armé de valor. Ya nada tenía qué perder.

– Perdóname, Paul. La duda es una termita que nos carcome la mente.

Fijó sus ojos cariñosos en los míos sin decir palabra. Me quedé callada unos segundos eternos, con la lengua paralizada. Finalmente tomé aliento y pregunté:

– ¿Se mató mi padre por celos?

Sentí que toda la gente en el café calló de inmediato, como esperando la respuesta a esa pregunta. Pero no, sólo era una imaginación. Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios, tomó mis manos con las suyas y dijo:

– Lo que dijeron algunos periódicos no fue cómico sólo por el enorme daño que causaron. Eva, mi amor por tu madre inició en 1910, cuatro años después del accidente que le quitó la vida a Pierre, jamás cuando él vivía. Nunca hubo nada entre tu madre y yo que no fuera una colaboración científica. ¿Puedes comprender por qué nos enamoramos después?

– Claro que sí –dije de inmediato antes de que mi silencio pudiera tomarse como duda–. Mi madre no tenía compromiso con nadie y aún era joven. Eso no lo juzgo, Paul. Nunca comprendí por qué razón no siguieron juntos, pudiste haber sido un segundo padre para nosotras.

Paul guardó silencio por algunos instantes y después dijo:

– La mitad de esta ciudad nos atacó, nos robó la energía para seguir. Además, había voces fuertes que querían la expulsión de tu madre de la Universidad. No pudimos con ese tormento.

Respiré profundamente mientras un descanso se deslizaba en el recinto de mis recuerdos. Escucharle esa verdad era el alivio que durante tantos meses busqué; mi infancia apareció de golpe dentro de mi cabeza y sentí que mis primeros pasos eran más firmes. Y aún hoy, tantos años después, cuando ya están todos muertos; mis padres, mi hermana y su esposo, Paul, mi marido, mi amigos de aquellos años, aquellas palabras siguen tan vivas dentro de mí que no sé cuando llegaré al final del camino. Tal parece que llegaré al siglo de edad y en ocasiones me pregunto si no fue aquella tarde en un café pequeño y acogedor de Montmartre donde mi cuerpo decidió su perenne existencia.

Eva Curie,
New York, 1994

Sobre el autor

Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 3. Investigador titular en | Website

Sus intereses científico/académicos son: biofísica de membranas, fluidos complejos y el origen de las señales nerviosas. Le apasiona la divulgación científica, el arte y la cultura.

POR:

jcrs.mty@gmail.com

Sus intereses científico/académicos son: biofísica de membranas, fluidos complejos y el origen de las señales nerviosas. Le apasiona la divulgación científica, el arte y la cultura.

6 Comentario

    • Mónica Mercado -

    • 9 marzo, 2017 / 08:40 am

    Felicidades Carlos, me encantó, como siempre excelente narrador y cientifico. hay una parte del libro “La ridicula idea de no volver a verte” de Rosa Montero, donde si mal no recuerdo también hay un capitulo dedicado a mencionar que incluso Marie Curie sufrió discriminación por ser mujer, polaca y al morir su marido aunque estuvo a cargo de su cátedra, no fue reconocida como tal sino hasta pasados varios años. Igual le fue con la sociedad en general por haber tenido una relación “inmoral” y al parecer no esperaban que se presentara por esta razón a recibir su premio Nobel. En fin, que según la fecha, el día de la mujer es para conmemorar, mas que para celebrar. A mi me encantó la narración, muy emotiva.

    • hvC -

    • 8 marzo, 2017 / 17:43 pm

    Muy buen texto, pero según entiendo el autor de este artículo de divulgación (Jesús Carlos Ruiz Suárez), NO es el autor del texto que se presenta. Simplemente lo tradujo de la biografía de Madame Curie. ¿Cierto? De ser así, es correcto atribuirse la autoría o se debería especificar que es una traducción. De todos modos, excelente encontrar estos textos en C2.

      • Jesús Carlos Ruiz Suárez -

      • 8 marzo, 2017 / 18:14 pm

      Hola HVC: Gracias por leer mi cuento. Para escribirlo, leí varias biografías, ensayos y libros sobre Marie Curie. Una vez bien documentado, escribí esta ficción de mi puño y letra. La ficción corre a lo largo de la narración en la voz de Eva Curie, quien desde luego no escribió nada después de la biografía de su madre. Yo le doy la pluma para decir quizá algo que nunca dijo o sintió: que si hubiera escrito esa biografía en su vejez, su obra hubiera sido más apegada a sus emociones y sentimientos.
      La parte científica está apegada a los hallazgos de Marie Curie, su hija y Langevin, pero la forma de explicarlos es sólo mía, no traducción de ningún texto. Los personajes eran cercanos a la familia Curie y también los hago tomar la palabra para ambientar la narración. Estoy seguro que Einstein nunca le dijo a Eva lo que en el cuento le dice, pero esa es la magia de la ficción: hacer creíble el momento. Este cuento es parte de un libro de cuentos que casi termino, donde la ficción, la biografía y la ciencia están presentes y entrelazados como aquí. Saludos cordiales.

        • hvc -

        • 8 marzo, 2017 / 20:25 pm

        Estimado Carlos,

        Te agradezco mucho tu aclaración. He compartido el texto con algunas estudiantes esperando que disfruten de su lectura igual o más a como yo lo hice.

        Cordiales saludos

    • Myriam Laurini -

    • 8 marzo, 2017 / 14:22 pm

    Felicidades!!! Me encantó

    • EDUARDO ESCALANTE GÓMEZ -

    • 8 marzo, 2017 / 10:35 am

    Un punto a favor de este cuento es la habilidad del narrador para conjugar ciencia, historia, afectos, y se hace omnipresente para narrarnos la dinámica familiar (si bien todo interesante, hay fragmentos de historia de un toque de excelencia, por ejemplo, la madre menor).

    Una voz que tiende a asumir una perspectiva totalizante, que se desliza posteriormente hacia la función de testigo de los hechos. Sin embargo, lo más destacable es la sintonía que se logra al interrelacionar tres focos: la historia personal la historia familiar, la historia científica. El narrador entrecruza diferentes momentos con el completo dominio científico e histórico sin algún detalle que pudiere indicar algún grado de arrogancia. Los diálogos son de una enorme y variada riqueza verbal y semántica. El narrador ha realizado a plenitud su trabajo de documentación sin hacer alardes, los cuenta con calidez y rigor literario.

    Lejos de virtuosismos vacíos, lejos de las clásicas muletillas retóricas y de reduccionismos, hacen que el contar sean sustanciando. La narración detalla con precisión el contexto histórico, ubica perfectamente al lector, los desplazamientos geográficos son muy atractivos, aunque sepamos que las fronteras están a rápido alcance. La sensibilidad del narrador para “hacerse cargo de” contar una historia está muy bien lograda. Racionalidad + Sensiblidad hacen la lectura entretenida, crea el ansia de conocer el desenlace. La cuota de dramatismo sobre la muerte logra un efecto de realismo que hace que uno se detenga, porque también quisiera saber sobre ese trecho entre la vida y la muerte; a lo que se agrega que cuando la razón se declara insuficiente, lo mítico aflora en toda su entereza, por muy racional que sea la persona.

    Enbuenahora por esta publicación! Cómo logra un científico ser además un buen literato, es cuestión de saber vivir.

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