Como todas las noches, la vieja Bianca subió por las escaleras de caracol insertas en el patio central de la vecindad. Los habitantes se acostumbraron a la escena: cuatro horas después del atardecer, la vetusta mujer, con una bata de baño color rosa, sin zapatos y con el pelo alborotado, cruzaba el patio sin expresión en el rostro y ascendía lentamente por los peldaños metálicos.

La escalinata curva apareció una noche; las losas se quebraron cuando los escalones comenzaron a surgir como muelas en encías. Al principio, los vecinos inspeccionaron la insólita estructura vertical; durante meses hubo apuestas entre los más fuertes y jóvenes para llegar al final de ésta —no visible porque se disolvía entre las nubes—, pero nadie fue capaz de llegar siquiera a la mitad del recorrido, salvo Bianca, por supuesto.

Pasaron los años, tal vez cientos, y la gente perdió el interés en la escalera e incluso olvidó el nombre de la anciana, quien, infalible, aparecía todas las noches para confundirse con la negrura del limbo, como los globos de helio que escapan de las manos de los niños.

 

Mi mamá dijo que debía viajar por un tiempo a una ciudad donde nadie podía cuidarme. Creo que no tengo padre, así que me llevó a vivir una temporada con la abuela. Yo no la recordaba, pero sabía que era mi abuelita por una fotografía en la que me sostenía en sus brazos, cuando era muy pequeña. Mi madre y yo viajamos en un avión enorme, después subimos a un autobús muy serio, que hizo un recorrido durante toda la noche y llegamos a la casita de la anciana, en la vecindad de la esquina, creo. Mi madre le entregó una maleta con mis cosas, me abrazó, lloró y se marchó. La abuela y yo hablábamos idiomas distintos, pero ella entendía algunas palabras si yo las pronunciaba lentamente. Me gustaba estar ahí y me acostumbré al sabor de la comida que ella preparaba, al olor del pan mojado y al de su casa húmeda. No tenía que ir al colegio por hablar diferente. Conocí a una niña que también vivía en la vecindad. Se llamaba Karoline, y a ninguna de las dos nos importó entendernos con señas o adivinar lo que la otra decía en su propia lengua.

 

Una tarde, en la que mi abuela fue a una reunión con sus amigas, salí a jugar al patio con Karoline. Si bien todos sus juegos eran muy diferentes a los que yo conocía, siempre me parecieron divertidos. Se hizo de noche mientras jugamos a las “escondidas ciegas”: con un trapito nos vendábamos los ojos y debíamos encontrarnos siguiendo sólo los ruidos que estaban permitidos hacer con la boca. Nos correteábamos como gallinas en un corral, cuando me estrellé contra Bianca, y la conocí por primera vez. Me quité la venda, mordí mi lengua del susto, entré en la casa y me escondí debajo de la cama.

Más tarde, cuando llegó mi abuela, me explicó que Bianca era sólo una leyenda, una viejecilla que no hacía daño. Sin embargo, yo no salí de mi alcoba durante dos días y tres noches. Pero me aburrí de ver programas en la televisión que no entendía y decidí salir a jugar con Karoline.

Avancé de puntitas en el patio, miré la escalera de caracol vacía y me acerqué a mi amiga, que jugaba a las muñecas sentada sobre el suelo.

—¿Puedo jugar contigo? —pregunté.

—Jugar, sí. Ya no estabas jugar —dijo ella intentando hablar mi idioma y me ofreció un monigote.

—Me asusté por la bruja en bata de baño. Pero no volveré a salir en la noche —dije mientras me senté a su lado.

—No bruja. Dios —dijo Karoline señalando las escaleras.

Levanté la cabeza para mirar los peldaños y aseguré:

—No, ella no es Dios.

—Sí es. Mamá dice que siempre mirar disde arriba —argumentó ella.

—Entonces, ¿esa viejita es Dios? —pregunté.

Esh Dios —dijo Karoline y jugamos a las muñecas. C2

 

 

 

Sobre el autor

Escritora, correctora de estilo y traductora. Mención honorífica en Ciencias de la Comunicación y Música por la Universidad de las Américas-Puebla. Cursó el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay-Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) del Instituto de Cultura de Morelos, y estudió la maestría en Literatura en El Colegio de Morelos.

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Escritora, correctora de estilo y traductora. Mención honorífica en Ciencias de la Comunicación y Música por la Universidad de las Américas-Puebla. Cursó el diplomado en Creación...

2 Comentario

    • Salvador Medina Morán -

    • 6 diciembre, 2016 / 10:31 am

    ¡Felicidades Andrea!, no dejas de sorprendernos con tus relatos sin lugar y sin tiempo, que por lo mismo nos permiten hacerlos nuestros.

    1. Gracias, Salvador 🙂 No había entrado a la página, y ahora que la visito me encontré tu comentario. En verdad muchas graicas. Besos y abrazos,
      Andrea

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