… Viene de “Vuelta a 1915” (Parte 1)
Tanta era su pobreza y desamparo,
que este humilde rincón, en el que se filtraban las humedades por el techo de ladrillo abovedado y que era misteriosamente maleable al clima de las estaciones (gélido en el invierno, tórrido en el verano y frío en la primavera y en el otoño), les serviría a los mayores como una contraseña de amistad y consuelo durante el resto de sus vidas, que para Acevedo, muerto en 1918, no sería mucho. Murió en Pocatello, un pueblo perdido entre las montañas de Idaho, Estados Unidos, cuyo nombre quedaría asociado al de Acevedo. Guzmán, entonces en Nueva York, todavía exilado, envió a Reyes, quien seguía en Madrid, expatriado también, un telegrama con la noticia: “Lo de Chucho fue horrible: Texas, verano, influenza, miseria, vicio, desencanto”. Reyes preparaba la entrega de un libro en el que incorporó unas palabras de despedida: “Dedico estas páginas finales de El cazador a la memoria de Jesús Acevedo, que sonreía tan amablemente cuando lograba sorprender, como en una vislumbre, el alma confusa de sus amigos” [7].
Tarde o temprano, todos los pueblos se entregan a una discusión semejante.
En el recuerdo de los dos sobrevivientes, incluso las peores incomodidades de su rutina en Madrid, como ascender uno a uno a ritmo distinto los muchos escalones después de haber recorrido media ciudad, se convertirían en motivos de salud, aprendizaje y gozo. Juntos, cuidándose el uno al otro y acompañados desde lejos por su gente, lograron escribir a lo largo de 1915, antes de llegar al límite de treinta años, establecido por su generación y para sí mismos, las obras que les harían sentir y saber que su vocación era cierta, que no estaban equivocados. La primera en salir a la luz fue La querella de México (1915), de Guzmán, publicada en Madrid por la Imprenta Clásica Española [8]. Reyes redactó las palabras preliminares a solicitud de Guzmán, y éste, “por coquetería” se las apropió del todo. La travesura sería mantenida en secreto hasta diciembre de 1958, cuando Reyes la reveló por carta a Emmanuel Carballo y después comentó con Guzmán sus motivos [9]. Ninguno de los involucrados amplificó el suceso, quizá porque sabían que había surgido tanto de la complicidad mutua en el exilio matritense como de la empatía que suscitaba en ellos la idea de que, de cuando en cuando, los pueblos emprendieran un ejercicio de conciencia que les permitiera reanudar el camino perdido. Reyes reconoció a Guzmán como el primero de “los nuestros” en haberse pronunciado en favor de este proceder intelectual:
Tarde o temprano, todos los pueblos se entregan a una discusión semejante. Y un día la hemos de ver en México: cuando –como decía uno de los nuestros- algunos se decidan a emprender la reforma moral. ¿La reforma moral? Sin duda: cada medio siglo, o quizá menos, la conciencia de los pueblos la ensaya por instinto; y sólo la ataca de veras muy de tarde en tarde [10].
1915 fue un año propicio para este tipo de reflexión, y Reyes realizó la propia. Mientras convivía con Guzmán, terminó lo que en 1917 sería publicado en Costa Rica con el título Visión de Anáhuac (1519), que según José Luis Martínez constituye “uno de los más violentos testimonios sobre la condición moral del mexicano” [11]. Originalmente Reyes había pensado intitularlo Mil quinientos diez y nueve, que es a la vez una cifra y una metátesis recíproca con la fecha 1915. El juego sugiere tanto la conexión entre el pasado y el presente como el señalamiento del inicio de un nuevo ciclo histórico en el devenir de México. Los hechos narrados remiten al nacimiento de la Nueva España y al descubrimiento de lo mexicano. La intención mediata del autor era “descubrir la misión del hombre mexicano en la tierra, interrogando pertinazmente a todos los fantasmas y las piedras de nuestras tumbas y nuestros monumentos” ¿Para qué esta búsqueda? El mismo Reyes responde: “para descubrir la voz solidaria, el remedio a nuestras disidencias, la respuesta a nuestras preguntas, la clave de la concordia nacional” [12].
Formas de morir carentes de sentido, sin causas en las cuales creer, en la abdicación moral y con la sensación de que no hay nada por hacer.
La guerra, dice Nicola Chiaromonte [13], es una experiencia extrema, la más extrema de todas. Representa tanto el final de la política como de cualquier otra relación normal con la vida comunal. Significa no sólo la muerte de miles de personas, sino de formas de morir carentes de sentido, sin causas en las cuales creer, en la abdicación moral y con la sensación de que no hay nada por hacer ante acontecimientos externos. Tiene el poder de mostrar que el mundo en el que vivía la gente no era lo que ésta creía y que la realidad puede superar cualquier suposición sobre la malignidad y el dolor. Más aún: genera un cuestionamiento radical de la palabra, así como crisis que a menudo deriva en la creación de temas y géneros literarios inéditos.
Estos trastornos no fueron ajenos a México, donde tempranamente en relación con otros países se desarrolló una nueva estética de la violencia. Y no me refiero a la peculiar forma de suicidio del escritor estadounidense Ambrose Bierce, un acto literario extremo, sino a la construcción de lo que hoy se conoce como la narrativa de la Revolución. Durante octubre y noviembre de 1915 fueron publicados, en El Paso del Norte (El Paso, Texas), las entregas de Los de abajo, de Mariano Azuela. El libro saldría de la imprenta el 15 de diciembre del mismo año (casi al mismo tiempo que La querella de México) para inaugurar un nuevo ciclo en la literatura nacional. Según Carlos Monsiváis, esta corriente se caracteriza, más que por sus formas, por los temas primordiales que trata: “la violencia de las postrimerías de la dictadura, las acciones en las batallas y en el tiempo muerto que las rodea, la entrada en los pueblos, las huidas, los diálogos del desencanto y el sarcasmo, la desesperanza que acompaña la agonía del sueño revolucionario” [14].
Con la publicación de El águila y la serpiente (1928) [15] y La sombra del caudillo (1929) [16] Guzmán sería reconocido como uno de los grandes narradores de la Revolución. El reconocimiento excluye de la nómina la obra temprana de Guzmán, en particular a El coleccionador de ataúdes [17]. Escrito inmediatamente después de que Guzmán llegara a Madrid, este texto “atípico”, clasificado por algunos como ensayo y por otros como cuento, comienza con el recuerdo de una anécdota contada a menudo por el también ateneísta Julio Torri, un “humorista impávido”, acerca de un coleccionista que había atesorado centenares de cajas mortuorias, muchas de ellas todavía con el polvo de muertos ilustres, y toda suerte de prendas, ropajes y accesorios fúnebres. El colector se mofaba del inútil afán de la humanidad por recopilar y clasificar la obra de arte, el libro, el sello y la moneda con el fin de recrear su historia para el mañana. Mientras, él atesoraba féretros sin que hubiera, como en otras épocas y culturas, ideas definidas y francas acerca de la muerte. Nadie que visitara la exhibición sería capaz de discernir las características de cada uno de los objetos, ni percibiría su profundo significado: todos le parecerían iguales. Sólo el coleccionador de ataúdes podía saber que en aquellas reliquias estaba escrito el curso más elocuente e íntimo de la historia de México. “Sí, la historia de México (…) la historia de esta nación donde los hombres no son grandes sino al morir, la historia de un país de muertos…”.
Un siglo después, estas palabras aún duelen. C2
Referencias
[7] Alfonso Reyes, “El cazador”, en Obras completas, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, vol. III, p. 200.
[8] Martín Luis Guzmán, La querella de México, Clásica Española, Madrid, 1915.
[9] Martín Luis Guzmán, Guzmán/Reyes, Medias palabras. Correspondencia, 1913-1959, p. 36.
[10] Este episodio fue escrito en Madrid, en mayo de 1919, publicado en El Heraldo de México en 1919 y reproducido en Alfonso Reyes, “La reforma moral”, en Obras completas, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, vol. III, p.342.
[11] José Luis Martínez, Literatura mexicana siglo XX (1910-1949), Antigua Librería Robredo, México, 1949, p. 43.
[12] Carta de Alfonso Reyes a Antonio Mediz-Bolio, Deva, 5 de agosto de 1922. Reproducida en Alfonso Reyes, “Páginas adicionales”, en Obras completas, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, vol. IV, p. 422.
[13] Nicola Chiaromonte, La paradoja de la historia, Stendhal, Tolstoi, Pasternak y otros, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia. Traducción y prólogo de Antonio Saborit, 1999, pp. 129-131.
[14] Carlos Monsiváis, “La narrativa de la Revolución” en La cultura mexicana en el siglo XX, El Colegio de México, México, 2010.
[15] Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente, Manuel Aguilar, Madrid, 1928.
[16] Martín Luis Guzmán, La sombra del Caudillo, Espasa-Calpe, Madrid, 1929.
[17] Martín Luis Guzmán, “El coleccionador de ataúdes”, Las Novedades, diciembre de 1915.